Es la una de la mañana del día tres de enero. Da pavor sentir cómo corre el tiempo. Basta observar cómo avanza la luna en redor de la tierra y cómo ambas vuelan sobre el infinito llevándonos consigo. Hace solo tres horas y media la vi aparecer por la bahía, menguante, oval, inclinada hacia la izquierda, rosa, naranja, grande...ya está encima de mí habiendo atravesado un cuarto y mitad de su recorrido. Todo transcurre con la rapidez del rayo mientras siento el peso del tiempo en mis carnes como el abrazo de un oso al que hubiera cuidado desde chico pero que, habiendo tomado tan descomunal envergadura, ignorante de su fuerza, puede matarme cuando quiera, al más mínimo descuido. Veo cómo arrastra de mí, cómo me lleva hacía el lugar del silencio definitivo siendo capaz de insuflar en mi corazón el todo de una vida con la brevedad de los iluminados, resumiendo, concretando, extractando con la maestría de un cuidado último acto, casi en el punto y final de su sublime tragedia.
Miro por la ventana y todo ha desaparecido menos el fulgor azul acristalado de la luna. Solo una línea de luces me dicen que la bahía está allí enfrente, lejos, perdida en un mar negro que dormita. De vuelta a mi mesa, al teclado y al folio de la pantalla que ya está medio garabateado, me doy cuenta de lo que hay de verdad, de lo que me queda todavía: tiempo escaso, soledad y vocación de palabra. Vuelvo hacia mí los ojos y observo mis manos resecas por tanto detergente, por la lejía y los geles hidroalcohólicos, por la sensación térmica que empieza a rondar los tres grados... y entumida de frío quiero seguir escribiendo. ¿Pero escribir qué? Y yo qué sé. Lo que me va saliendo mientras dejo mi cabeza fluir como una estrella cualquiera. Titilando, tititilando de frío.
Bueno, voy a poner remedio a este desvarío de hoy. Me voy a dormir aunque me gustaría irme a la cama ebria, olvidada de quién soy, inconsciente de dónde vengo. No quisiera saber nada, mucho menos adónde voy. La verdad es que estoy triste. Mi amiga María José está malita en el hospital y yo no quiero pensar sino dedicarle una locura mía llena de vida, una transfusión de cariño y solo me sale hablar de la luna y del tiempo, del frío y de la nada. Aunque lo que quisiera es hablar con ella frente a frente, hablar de Guillermo, de nuestros gratos recuerdos, del respeto que sentimos la una por la otra, de los hijos...
Qué malos tiempos para visitarnos, para provocar ese encuentro que tanto hemos pospuesto. No quiero dormir y me pregunto ¿qué hago tecleando imposibles en una noche tan fría? ¿Qué hago reprimiendo tristeza, poniendo un dique a mis lágrimas?
Desde El Garitón, sin ímpetu alguno y con las violetas apagadas, Mariví Verdú
Foto: Pedro Durán
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