martes, 10 de octubre de 2023

ESTADO DE DESGRACIA, por Mariví Verdú


Hacía mucho tiempo que no tenía la necesidad de rezar y hoy la he tenido. Cuando recurro a ese Dios del que dudo si existe ¡Qué mala está la cosa entre los hombres! Cuando decido hablar con el gran desconocido es porque estoy perdida. De no ser por la sonrisa de Emma, la ternura de los abrazos de los míos, el ciclo de los almendros y la voluntad de vivir de dos matas de pimientos que tengo en el arriate, habría desistido hace tiempo hasta de la duda que lo alberga, esa duda que me protege del nihilismo y que me hace acudir desesperadamente al Padrenuestro. He rezado hasta un Avemaría porque una oración me parecía poco. No he llegado al Gloria. Todo está consumado.

El mundo está en guerra y nada podemos hacer por evitarlo. El conflicto viene en la misma masa de nuestra sangre, parece que estuviera escrito en nuestro código genético y, de ser así, eso no hay quien lo arregle.  Los viejos conflictos tribales, tan largos en el tiempo por las creencias y la imposición de las mismas como por la hegemonía de los territorios, forman parte del ciclo de la vida humana desde que estamos aquí y  han debido interiorizarse de tal forma que no hay marcha atrás. El desencanto que inspiran nuestros mandatarios, el consumismo generalizado en la parte afortunada, la mala distribución de los recursos -que hace desafortunado a quienes no deberían serlo-, la misma sociedad del bienestar que falsamente nos han vendido... todo ello me hacen sentir una tristeza tan grande que sería feliz si me acogieran los lobos en su manada o las huidizas abubillas que vienen cada primavera, que van a los suyo y vuelven a ese trozo de mi casa que escogieron y que ya es más suyo que mío.

Me he despertado a las cinco con el corazón encogido. No sé por qué motivo he venido hasta mi escritorio, he encendido el PC y me he puesto a teclear como una posesa. No entiendo qué sinestesia habita en mis palabras, pero el silencio suena a lamento y el amanecer está totalmente apagado en este día diez de octubre. Hoy hace exactamente veinte años que murió mi padre, Ángel Verdú Rodríguez, un hombre íntegro y educado en la palabra correcta. Todo un mundo interior llevaba encerrado bajo su piel oliva del que solo sus ojos negros tenían facultad para canalizarlo al exterior dejándonos ver su ánimo y sus sentimientos. Su muerte me parece reciente, su duelo... indefinido en el tiempo. Ser huérfana tiene eso, que lo eres desde el momento de la muerte de tus padres y para siempre. Hoy escribir no me me consuela, ni siquiera utilidad le encuentro más allá que gastar los minutos primeros del día y desvariar dentro de mi limitada lucidez. En momentos como estos quisiera parar el mundo y bajarme de él. Total, ir de viaje a ninguna parte es una tontería y mucho más acompañar a esta humanidad de la que solo queda el nombre.

Cuando quiero creer en el mundo que vivo y me encuentro tan desamparada y sola como ahora mismo, no sé adonde recurrir. Escribir, que es un hábito siempre y un recurso, hoy solo es un pañuelo de llanto. No quiero buscar la palabra precisa para el estado de desesperanza que me embarga porque no la encontraría. Y me he sentado aquí, delante del ordenador y de todos vosotros, para abrir la espita del alma por que no estalle.  Esta sensación de impotencia que me ahoga por dentro, presiento que me envenenará.  He tomado una manzanilla con miel para aliviarme el amargor de mi boca. No lo he conseguido. Pongo punto y final porque ya no quiero hablar más. Solo quiero un milagro.

Aún no ha amanecido. El Garitón está oscuro. Sé que hay un verdor dentro de la noche, un mar enfrente y un jazmín próximo, pero no los veo, no los veo.

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