lunes, 16 de octubre de 2023

ESPANTAPENAS, por Mariví Verdú

Cuando miro hacia atrás buscando el rastro de  mi maldito oficio de poeta, presiento que hay poemas inacabados, cíclicos, eternos sobre el amor y sobre el dolor. Hasta los no escritos todavía llevarán un rastro de esa doble tristeza que es marca de la casa. Llevo escribiendo desde que lo recuerdo, o sea, hace sesenta y cinco años, cuando supe exactamente las letras que conformaban los nombres  de mi agrado, los de adentro de mi pecho, las repetidas sílabas de “ma” y “pa” con acento en la segunda, las que nombraban lo más grande que un humano puede tener en este mundo. Cuando escribía mamá tenía la sensación de escribir mundo, agua, dios y vida. Cuando escribía papá... albergaban tanto esas dos pes: seguridad, fuerza, hermosura, bondad y un largo etcétera de adjetivos en torno a la admiración y el agradecimiento. Las aes repetidas en ambas palabras eran de amor, amor, amor, amor. Después escribiría primavera, mar, azul, abuela, colegio, río y música. La primera muerte llegó con once años.

Mi niñez, llena de descubrimientos como todas las niñeces del mundo, fue un tiempo pobre en recursos y rico en ilusiones. Cada momento del día, cada día de la semana, cada mes, cada estación -en aquellos tiempos había estaciones y rebecas-, cada festividad, desde Reyes a Navidades, marcaba nuestra vida moldeando nuestras almas,  dándole un significado, un aliciente, una esperanza, un porqué. Todo tenía su agradable intríngulis, desde lavar los azulejos de la tumba de mi abuela, ponerle flores y comprar un cartucho de castañas a la salida del cementerio, hasta ir al río de excursión el 18 de julio, día de paga doble para los padres: tristeza y desmemoria. El sabor y el calorcito que desprendían aquellas castañas recién asadas en el puesto de la puerta del Batatal siguen en mi recuerdo, igual que aquel tiempo otoñal de los primeros días de noviembre en los que necesitábamos abrigo y a veces hasta una bufanda. Yo tuve guantes de lana. Mi tía María sabía hacer de todo, tejía ilusiones y surcía desilusiones. En aquellos entonces el calendario estaba llenos de fechas memorables: el Corpus y el Domingo de Ramos eran días de júbilo sin saber por qué -todavía ando descubriéndolo-, tal vez sería porque nos hacían estrenar ropa blanca, al menos unos calcetines tobilleros o unos cucos; otras, las menos, un vestido con manguitas de farol o una rebeca calada y nos llevaban a Málaga a pasearnos. En el primer caso solo fui en dos ocasiones a una procesión y en ambas fui con mi tía María Teresa. Nunca me gustaron las procesiones, los bullicios ni los palios. Una vez vi La Pollinica. En la misa de ese domingo nos daban ramitas de olivo y me gustaba hacer cruces entrelazando sus hojas de dos en dos. Las ramas las dejábamos secar enganchadas al crucifijo -símbolo cristiano que colgaba en la pared de la cabecera de la cama en la mayoría de las casas de la época-. A veces teníamos detrás de la puerta una rosquilla de pan colgada a modo de espantapenas o una herradura. El Jueves Santo era también un día señalado. Era un día serio, silencioso. Se paraba de emitir la radio desde las tres de la tarde y la gente hablaba en voz baja en señal de respeto a la anual cita de la muerte del Cristo. Recuerdo especialmente la visita de las titas María e Isabel, cuñada y concuñada de mi abuela, que vivían en Calle Salitre y parecía que estuvieran en tierras lejanas. Así eran las cosas por entonces, las distancias en particular. También venían mis primos de La Línea. Con ellos se iba la tristeza. Las primeras, como dos modosas pasitas con cara de porcelana, nos traían una cajita de dulces de la Imperial. Eran dos beatas de luto interminable en esta vida. Los tres primos eran un canto a la esperanza, mi primo Antoñín, mi prima Isabelita y mi prima Julia. Eran tan guapos y tan alegres. El habla gaditana era un añadido a la alegría de su juventud. Ellas se vestían de mantilla y se colocaban unos tacones negros de aguja y el garbo natural se multiplicaba por cien. Echábamos colchones al suelo y a mí me parecía que la casa se hacía grande y que todo era fiesta.
A pesar de que ese día no se comía carne, solo potaje de bacalao o gazpachuelo y papas fritas con huevo, porque era día de ayuno y abstinencia, a mí me daba la sensación de que aquella cocina compartida olía mejor que nunca porque no nos absteníamos de nada. Con ellos todo era abundancia, sonrisas y abrazos.

Aquello de vivir fuera del núcleo de la ciudad, en las afueras, en la misma carretera de Cádiz, tenía de positivo que no habían procesiones ni barullo alguno. Toda la calle estaba en calma y cada cual en su casa, por lo que no me hubiera importado que fuese siempre jueves santo. Hasta los saludos eran realizados serenamente, como en un duelo. Desde niña, desde siempre me gustó el silencio, en él es fácil distinguir el canto de los pájaros. O el sonido de los cencerros por los campos que circundaban Málaga. En las tardes de verano, a la hora de la siesta, podían oírse a las lagartijas deslizarse por la tela metálica con la que mi padre cubrió parte del patio. Yo oía el aire, hasta la brisa oía, y los podía distinguir en las hojas del coléo o en los mismos helechos. Las tardes de terral eran mudas del todo. Así era el silencio por entonces, general, extendido y preciso. Hoy hemos olvidado lo que es. Igual que hemos olvidado la piedad, la misericordia y el motivo de nuestra existencia.

En este texto quería hablar de las interminables guerras del mundo, del dolor que provocan, de la injusticia que las resume y he acabado sin decir nada de lo que quería pero no por olvido sino por no morirme más todavía. Y es que no revientan los culpables,  nunca mueren los que provocan las guerras pero nos matan a todos, algunos con una muerte de verdad, esa que  deja sin niñez y sin vida, la que está ocurriéndole a una pobre gente que solo quería vivir estas cosas que os cuento u otras por el estilo. Querían vivir. Y es dolor lo que me hace contar vivencias, es impotencia y es empatía, creo que mucho mejor que ahondar en una tristeza tan grande como irremediable. Privar a la gente de paz es un pecado, eso sí que es un pecado mortal. Así haya un infierno para los culpables.


Desvelada, desde este Garitón que necesita más lluvia y menos lágrimas, Mariví Verdú

*Al recuerdo de mi tía María Teresa en el día de su santo. 

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