lunes, 4 de febrero de 2008

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE. LA BIBLIOTECA, PEQUEÑO HOMENAJE

Nacer en el país de Cervantes es un gran privilegio. Hacerlo en Andalucía y heredar las mil y una bellísimas maneras de nombrar las cosas es algo extraordinario. Ver las luces primeras desde un patio de aspidistras y aureolas, entre un abigarrado arco iris de coleos, fue para mí una bendición, como nacer en el seno de mi familia: el mejor don. Con la nitidez de los recuerdos infantiles, aún puedo oír las exclamaciones de mi abuela en su diaria lectura de la Liturgia de las Horas y su acción de gracias; la dulce voz de mi madre, cantándome una nana; la de mi tía María, recitando el tren de Campoamor y el eco de uno voz varonil, la de mi padre, leyéndonos el primer libro del que todavía memorizo algunos pasajes, un libro sencillo y divertido de K. Ito, seudónimo de Ricardo García López, humorista y escritor español, lleno de ilustraciones que hacían mi delicia y la de mi hermana Magdalena. No eran tiempos de abundancia y en pocos hogares de clase obrera se podía llevar un libro a las manos -amén de los santos evangelios, aunque tampoco era algo tan común como pudiera parecer-. En el colegio también era difícil dar con otra cosa que no fuera aquel tomo único y condensado llamado Enciclopedia Álvarez. Pero había tebeos. Los niños teníamos esos preciosos libros de imágenes y palabras, viñetas que nos hacían llorar y reír, que ayudaban a mejorar las enfermedades infantiles y que nos acompañaban en aquellos años de silencio. El resto de literatura que teníamos era oral: la radio, llena de cuentos y coplas; la calle, plena de juegos y canciones; la iglesia, música y parábolas; los pregoneros, desde el hojalatero al afilador, coplillas y sonsonetes… y así fuimos creciendo.

Entre mis recuerdos adolescentes flota la triste alegría de unas tardes singulares, compartidas con mi vecina de enfrente -a quien enseñé a firmar-, alrededor de una mesa de camilla, al calor de una copa, transcribiendo sus maternales sentimientos en las cartas dirigidas a su hijo mientras cumplía el servicio militar. Querido hijo, me alegraré que al ser ésta en tu poder te encuentres bien de salud. Nosotros bien, A.D.G. (A Dios gracias). Por más que me empeñaba en cambiar el encabezamiento, era inútil. De esta manera se comenzaba tradicionalmente una carta y ella quería que fuera así. No había lugar para creaciones, todo era como era, como cabía esperar. El analfabetismo era un lastimoso momento que sufrían por esos años casi cuatro millones de españoles. Afortunadamente, los tiempos han cambiado. Parecen lejanos los años 60, tal vez porque hemos dado un paso de gigantes y lo que ayer era normal hoy es sólo un caso aislado. ¿Quién no sabe hoy escribir su nombre? Sin embargo, el simple hecho de poder estampar su firma supuso para aquella mujer, tan querida persona, un salto en su autoestima.

Por aquellos tiempos, entre radio y cartas, con carpantas, zipis y zapes, truenos y jabatos, acabó mi niñez. Pronto los libros me fueron encontrando -algo que siempre intuí y hoy afirmo- ya que son ellos los que vienen a mí. Primero fueron las Lecciones de Cosas, un manual que, entre dibujos y explicaciones, relacionando causas y efectos, alimentaba la curiosidad y estimulaba la razón. Aquel título, con más de cien años de historia en continua vigencia, me introducía en un mundo merecido, en la dignidad de la historia humana. Luego, casi inmediatamente, me di de bruces con El Quijote, una edición escolar de Luís Vives, regalo de la directora de mi colegio, el “Carmen Polo” de la malagueña barriada de Carranque, en la fiesta de la primavera. Qué gran hallazgo, qué espléndido lenguaje, qué viaje tan hermoso me dejó hacer Don Miguel en sus jumentos, cabalgando en los sueños de su sabiduría. Allí, en La Mancha, de cuyo nombre no podré olvidarme nunca, comenzó la afición de las letras escritas y el amor a los libros. Luego llegarían los poetas, todos, hasta los de la letra pequeña de los libros franquistas – poemarios que, con mucha discreción, me facilitaban mis dos profesores preferidos, ambos de nombre José-, haciendo de mí una feliz devoradora de palabras. Y ya nadie pudo parar este amor desbocado que me une, cada día más intensamente, a la Literatura. ¿Y cómo no amar la palabra si ella nos relaciona, nos enseña y eterniza, si es el atributo que nos da, junto a las lágrimas, naturaleza humana?

La Gran Enciclopedia Sopena, de cubiertas en color rojo y tejuelos en negro y oro, presidía la biblioteca. Colocada dentro del mayor estante, en el primer mueble bar que hubo en mi casa, estaba acompañada de otros libros. Estos eran encuadernaciones del Reader Digest, en vivos azules, rojos y verdes. De aquel estante nació otro, y otro, y otro. Con quince años paseaba de la mano de Lorca cada día. Iba y venía conmigo en un adolecer de palabras y sentimientos afines. Luego Tagore, Gloria Fuertes, los Machado, Yevtushenko... Mi vida empezaba a estar llena de papel impreso, de amor signado, de bellos grafismos perennes en el alma.

Seguían mis años descubriendo las eternas palabras de los clásicos. No quería acabar aquella etapa pero, al crecer, al dejar los sueños juveniles, donde tan inevitable es el amar como el sufrir, otro amor me separó de mi familia para darme una nueva y así partí de mi tierra a las Islas Pitiusas, con un baúl rebosando de ajuar: sábanas de la Viuda de Tolrá que bordé en las tardes de cinco veranos y sus correspondientes primaveras; cachivaches varios, ollas y sartenes; esperanza y melancolía; costurero, fotografías, recetas de mi madre y , como algo sin tiempo, mis libros.

Instalada mi ilusión en Las Figueretas, al sur de la bella y virgen por entonces isla de Eibissa, comencé a desembalar aquel equipaje que había dejado medio corazón atrás, en otra playa mediterránea, y llené roperos y armarios, ahogada de nostalgia. Con sumo cuidado abrí las cajas que contenían mis propios sentimientos -dichos por otras bocas- y fui colocando los rojos diccionarios, regalo de mi padre, las máximas de Juan de Mairena, las canciones de Alberti, el labrador de más aire, trescientos poemas de amor de Juan Ramón, cien de Celaya, veinte de Neruda, una canción desesperada, un principito, cien años de soledad, un burro platero y yo. Todo quedó en los estantes. A todos cuidé llenándolos de pétalos y flores pequeñitas, de cintas y lazos de colores, de cómplices miradas, entregada y en silencio. Así pasaron las horas y la vida.

A través de la brecha reconciliadora del tiempo, veo mis libros, ya amarilleando, en posesión de la eterna juventud de la palabra, Están en otro lugar, en otra casa, en otra biblioteca que han levantado para mí unas manos hacendosas, junto con otros nuevos que me regalaron mis amigos Guillermo Aguilera y Paco Padilla de Claudio Rodríguez, Guillén, Prados, Canales,Teresa de Ávila, Pemán, Arturo Reyes, Ricardo León, Alfonso Grosso, Bejarano Robles...muchos, muchos y creciendo. Todos mis libros siguen vivos, cuidados con esmero por estas manos manchadas de sol y lunas negras, cerca del monte Jabalcuza, siempre con nubes de agua en su corona, al aire de tomillos y romeros salvajes, bajo la mirada, ya con lentes, de mis ojos, tan mansos como abiertos, y sin dejar de venir a mi amoroso encuentro, como siempre lo hicieron, por los siglos de los siglos.

Este pequeño homenaje a mi biblioteca casera va dedicado a quien montó sus estantes y sus puertas.
Salud y suerte, amigos.

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