miércoles, 5 de mayo de 2010

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE HACE APUNTES VITALES

A Loli Aranda, in memoriam.
A mis muertos y, entre ellos, a Loli Aranda Cuenca, tan mía y de los míos.

No puede ser verdad que en un momento se nos borre la vida como si fuera una pizarra en la que se escribió el amor, el dolor y el placer y estos sentimientos sólo fueran palabras huecas, sin alma y sin historia, escritos que, de un día para otro, no interesan a nadie. Recordar a una persona que ya no está entre nosotros es sólo tarea de los vivos. Las muertes naturales, las que son resultado de los años vividos, son más llevaderas. Otra cosa es cuando no hay recuerdo alguno porque nunca se olvidó nada. Pero eso sólo pasa cuando se muere un hijo. O una madre. La intensidad de esos sentimientos puede ser una descarga de alta tensión Sin embargo, cuando se instalan todos los muertos en nuestras cabezas, el intervalo de tiempo que pasa entre el recuerdo y el olvido suele durar poco. El hecho es lógico, resultado del mecanismo de la cabeza humana para no adentrarse en ese túnel de la tristeza profunda que tan cerca nos deja de la última estación. Es la estrategia natural para no sufrir lo inevitable: conocer la soledad y el vacío existente en nuestros corazones y, algo que no podemos dominar, el temor de nuestra propia muerte.

Hoy y durante la mayoría de mis días -desde que cumplí los cincuenta- han sido más abundantes las despedidas que las bienvenidas, una situación que me ha hecho recapacitar mucho sobre mi estancia en este rinconcito soleado del globo. Ante las fiestas típicas, hablo de bodas, bautizos y comuniones, suelo tomar una actitud algo dramática. De hecho, los momentos más alegres de mi existencia, los que son dignos de celebración y regocijo para la mayoría, suelen darme un miedo tremendo. Sin embargo, aunque por mis palabras les pudiera parecer que soy persona pesimista y negativa, no es así. Aunque viva en la eterna duda me confirmo en la primavera. Y aunque les parezca que estoy en las Batuecas, vivo en el mundo más real y vivo de cuantos mundos hay. Y es porque vivo con mis vivos y con mis muertos, porque no permito que personas que tanto significaron para mí dejen una estela más fugaz que la huella de unos pies que pasearan por la orilla de una playa un día de levante. Sus existencias forman parte de mí, soy yo misma, ellos me han hecho ser lo que soy pero también forman parte de la memoria y de la vida de otros. Estos seres, anónimos para la mayoría por amor a la prudencia y a la humildad -virtudes dignas de los santos-, no aparecieron en nuestra crónica ciudadana, no son protagonistas de ningún legado histórico, no queda de ellos otra palabra escrita que las fechas de entrada y salida de la fría burocracia del mundo, pero... ¿qué sería de nosotros sin nuestros muertos? Algunos podían haber engrandecido con su obra el excluyente y apartado mundo del parnaso y sus vidas hubieran sido ejemplares y dignas de ser leídas e imitadas por los que quieran aspirar a ser parte de Dios, parte del cosmos vivo y reluciente sobre nuestras cabezas, parte de bondad del universo. Y cuando se nos mueren ¿no ha pasado nada? Ha pasado… todo un cataclismo lleno de lágrimas que es a la vez el mayor milagro y el más digno de gratitud. Con ellos ha pasado… la vida. La flor de la vida. Sus besos y sus voces. Han pasado y han quedado: somos nosotros mismos.

Por eso, hoy sábado 30 de Abril, con mi vida a media asta y la tristeza ondeando como ropa tendida, me niego una y mil veces al silencio. Me niego al olvido. Quiero cantar sus nombres cada día aunque mi voz no tenga ya de ellos contestación ninguna, aunque la gente que anduvo por sus vidas no quiera recordar. Sufrir es tan humano como inevitable. Cantar también. Por eso cantaré sus nombres hasta que el ciclo de mis días se cierre con los suyos, hasta que me selle la boca el lacre de mi amado silencio.

Dale besos a todos, querida amiga, santa amiga Loli, y descansa en el mundo de los justos. Y recuerda que aquel rosal blanco que era de mi madre siempre dará rosas para ti. Amén.

Desde El Garitón, dejando que la vida me traspase, Mariví Verdú

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