lunes, 3 de mayo de 2010

EL COLOR DE LA PRIMERA SEMANA DE MAYO

La semana tuvo un color bellísimo, efímero, indescriptible... aunque intentaré hacerlo. ¿Recuerdan los celindos en flor? -ese arbusto que nosotros por aquí llamamos chilindro-  ¿Recuerdan su aroma y el delicado color que tienen? Pues esta semana tiene un color muy parecido al que refleja la luz en sus corolas. Así ha lucido el primer día de Mayo. Y es que le quedan todavía muchos matices de la pasada luna de Abril.

Qué difícil es vivir, en este mundo, en paz con todos. Es prácticamente imposible. Ni siquiera los grandes poetas y pensadores, los místicos, los ascetas, lo consiguieron. Tampoco podemos agradar a todos porque, en general, lo que para unos es belleza, es fealdad para otros; lo que para una parte del mundo es natural, no lo es para la otra y lo que es prescindible para mí, resulta ser diario y vital para otros muchos humanos.
Y a estas alturas, harta ya de pensar y cansada de preocuparme de un mundo que rueda sin necesidad de nadie y, lo que es peor, sin hacer caso a los grandes que en el mundo han sido, me doy cuenta de que lo mejor es seguir viviendo, ser responsable de nuestros actos y parecernos lo máximo posible a nosotros mismos.
La urdimbre que nos une a este mundo está tejida con dos cabos: uno, la fuerza de la gravedad, no cabe duda, y el otro, la cruel decisión de la naturaleza (aunque esa crueldad  -ciclo imparcial de muerte y vida-, siempre tendrá dos caras también: la suerte (a veces benévola y otras malditas -siempre formas duales y complicadas- y la fuerza motriz de la supervivencia -imparable, arrolladora, extrema-). Y me doy cuenta de que todo está hecho en base a una ciencia exacta, aquella que dejó en bragas Einstein, un día nublado. Porque todo es cuestión de matemáticas, aplicaciones binarias, constantes, ecuaciones y proyecciones que alcanzan hasta el confín inalcanzable del universo.
Por eso sigo sumando hojas al libro de mi vida, una suma al margen de beneficios ni de planteamiento alguno que no venga de mí misma, de mi voluntad y del destino, ese que viene siempre dando tumbos porque Dios parece no tener mano que darle para que no resbale. O tal vez es que no conozcamos a su graciosa majestad ¡Oh mano larga y caprichosa! Por lo que tú más quieras, Dios mío ¡déjate ver y danos la mano!

Esta mañana volví a levantarme con ganas de escribir, lo necesitaba, además tengo una deuda con los lectores del flamante periódico El Aguijón y no quería dejar de mandar mi artículo semanal, ese que dice tener el color de cada semana. El ordenador sigue roto. Para mis fines, he tenido que recurrir a la antigua fórmula del lápiz y el papel, algo que nunca falla, mientras tengamos a mano un bloc, un boli o algo que pinte y la suficiente agilidad para sostener uno y conducir lo otro. Hasta hoy no me faltaron nunca y menos aún en los momentos delicados, cuando la técnica me falla. Por eso -y por tantas cosas-, no me quejo de la vida. Mañana lo enviaré desde donde pueda. Disculpad mi tardanza. Dios proveerá. Porque si Dios no te provee, te mata.  Y puedo decir, agradecida, que la mano divina me ha dejado llegar a la edad de los avíos. Porque hoy todo me hace avío: los cuadernos viejos, los sobres y cuartillas con media cara limpia, los libros de cuentas que nunca se acabaron, los folios equivocados de la impresora... Los vuelvo por su cara limpia y hala, a escribir que son tres días y yo voy por el tercero ya. Y, aunque prescindir de los medios que tenemos a nuestro alcance va resultando cada día más difícil, a veces gusta  salir del paso a la antigua usanza.
Y digo yo ¿cómo podríamos olvidarnos de lo sabido?, ¿cómo podríamos desaprender?, ¿cómo parar esta bola de nieve que acabará sepultándonos en frío alud? ¡Ay, Alzahimer, déjame en paz por ahora, que ya sé de qué vas! Y tú, ordenador, anda y que te corten la luz, que me tienes muy harta. ¡Viva Johan Sindel y los abuelos papiros! Y el chilindro, que nace cuando quiero irme, que dulcemente me invita a quedarme en el ingenuo recuerdo de una niñez perdida…
Desde El Garitón, sin madre a quien besar, echándola de menos y diciendo muchísimas tonterías para no llorar. Mariví Verdú

DEL PERIÓDICO DIGITAL EL AGUIJÓN

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