viernes, 6 de agosto de 2010

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE, MENOS MÍA Y MÁS DE LOS DEMÁS

Tener como norma dar en vez de pedir fue en mi casa una forma de vida, un carácter familiar que marcó mi existencia. Aún recuerdo cuando vivíamos en los Portales de Gómez, en aquella casa que mis padres hicieron digna y habitable a pesar de los escasos medios económicos con los que se contaban: la paga de un pobre insigne ferroviario y la miseria de viudedad de mi abuela Victoria, que murió en nuestro poder rodeada de afecto. Sin embargo, nunca nos faltó un plato de comida y mi madre socorría a cualquier pobre que llamaba a la puerta, ya fuera con un tazón de café migado, un trozo de pan con aceite o un cacho de morcilla, ya fuera Maria Huye o cualquier otro pobre ser humano. Mi abuela tuvo siempre una fe ciega en lo que ella daba en llamar “providencia”. Aquella frase de “Dios proveerá” se hacía realidad, ayudada desde luego por los madrugones de mi padre y las benditas manos de mi madre. Esa escuela que mamé y que transmití luego a mis hijos es la mejor herencia que tomé y que dejo. Y tal vez sea ese aprendizaje el que me hace leve cualquier gravedad económica que sufra.

Hay momentos en la vida que necesitan de toda nuestra atención, de todo nuestro tiempo y entusiasmo, de toda la alegría y disposición que poseemos y que a veces ni siquiera poseemos y sacamos de flaqueza. Haciendo un esfuerzo sobrehumano de nuestra voluntad, nos dejamos en el empeño hasta el aliento. En el transcurso de la vida, esos momentos son los que se recuerdan con mayor cariño y los que nos impregnan de un cierto perfume místico y sobrenatural el alma. Lo más importante no es sólo el positivo estado de ánimo, resultado de la abnegación o negación del yo, sino la satisfacción de sentir el estado de ánimo de los demás, notar el prodigioso cambio que experimenta el otro cuando se siente acompañado en el camino de la vida. Y algo más, el alto grado de respeto que provoca en nosotros mismos. Esto pasa tal como digo. Tenemos el ejemplo cuando hemos de atender un enfermo de larga duración o terminal, cuando nos hacemos cargo de un mayor dependiente o cuando la vida te ofrece la posibilidad de ser útil a un buen puñado de seres humanos en casos extremos, ya sea en el extremo oriente o en el barrio que te criaste, que puede darse el caso.

Retirarme de las faenas cotidianas, haber dejado por un tiempo mis artículos, mi poesía, mi vida metódica y ermitaña y hasta mi revista “Calle del Agua” responde a un nuevo quehacer que ha necesitado de mi tiempo íntegro, de mi esfuerzo diario, de entrega total y de toda la concentración que requiere una encomienda de la envergadura de este nuevo cargo para el que he sido elegida, una responsabilidad que me gusta, que me ha conquistado el corazón y me ha llenado de ilusión la vida: trabajar altruistamente para los mayores -colectivo del que ya formo parte-. Poner en orden el Hogar, aportar cuanto sé y cuanto tengo, darme por completo a estas personas tan humanas y generosas, me ha devuelto las ganas de estar en el mundo. Y ahora que todo está en marcha y que el tiempo vuelve a tener algunas horas para mi y mis inclinaciones líricas, he retomado mis colaboraciones en Diario La Torre. No sabía qué contar y he querido relatarles los motivos de mi ausencia. Ha sido una ausencia llena de nuevas presencias: Encarna, Pepita, Salud, Mónica, Lourdes, Pepe, Antonio Ricardo, Constanza, Remedios, Juan, María, Jesús, Maruja... todo un colectivo que ha puesto su confianza en mi persona. Gracias. No os defraudaré.

La verdad es que no he dejado de escribir ni un día siquiera, lo que no he tenido tiempo es de apuntarlo en algún sitio. Poco a poco iré sacando de mi memoria todo lo que ha sentido el corazón. Las musas no se van, sólo duermen la siesta en verano.

Desde El Garitón, cada día más cerca de los míos, más árbol, más repartida, más transparente, Mariví Verdú.


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