martes, 17 de agosto de 2010

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE REPOSA EN LOS VIOLINES

Esperando esa tormenta prometida, con miedo a volverme a quedar con el ordenador muerto de sobredosis, me he levantado a las cuatro menos cuarto con intención de escribir un trozo de artículo, un poema, algo, una intención que quiero desarraigar y no consigo. Tanta obstinación debe responder a algo más que a una simple manía o un caso especial de sonambulismo. Es un sentimiento fuerte, como una orden superior a mí misma. Aunque lo más lógico y terrenal es que esté mala del sentido. Con los ojos pegados y la vista más perdida que el barco del arroz, me encanto frente al nuevo documento en blanco, como si estrenara una libreta cada día, como si se me abriera una rosa transparente en la que busco origen y perfume, donde voy sucediendo una palabra tras otra como una posesa hasta que pongo un punto y final y decido que ya está bien. A veces logro sacarme alguna espina, otras la busco, la invento y me la hinco en el rincón más doloroso del corazón. Decía Dostoievski : “El sufrimiento es la única causa de la conciencia.” A lo que añade Ciorán: “Los hombres se dividen en dos categorías: los que han comprendido eso y los demás.” Y digo yo ¿por qué entiendo tan bien a estos dos hombres?


Por aquello de que la radio no te estorba para hacer las tareas cotidianas y dado que ésta es menos agresiva que la televisión y menos absorbente, con cualquier emisora que mezcle noticias y canciones se tiene la sensación de estar acompañada y distraída. Pero tomar la decisión de oír música es algo distinto y requiere de otras cosas. Necesita tiempo, silencio, voluntad, gracia para la elección y sentarse cómodamente para prestar la atención debida, o sea, que hay que dejarlo todo, poner oído y abrir sentimiento. Anteayer pasé un buen rato oyendo música. Busqué entre esos discos que tengo perdidos en la estantería para los que nunca encuentro momento y elegí uno de música andalusí protagonizado por Ahmed Larinouna, acompañado por violón, tar y piano. Una delicia que me transportó al cielo. La verdad es que no sé si la música la puse para mí o para mi canario, esa flautilla divina que se va haciendo poco a poco a mi compañía. Al cabo de unos momentos... cómo se llenó todo de música, qué mágico dueto improvisado, qué paréntesis en el tiempo, qué pura maravilla.


Viendo cómo el canario se iba contagiando y yo con él, sin poder añadir al duo ni una sola nota, me puse a quitar hojas muertas al culantrillo. Después escogí a Bach. Mientras iban cayendo las hojas secas se hacía presente el delirio. Solté las tijeras, cogí mi libreta, una libreta vieja de pastas imitación a española, con hojas que amarillean, de renglones anchos y líneas grises, y escribí:


Con Juan Sebastian Bach
mi pájaro, en silencio,
-o si acaso un piar
muy leve, como un beso
robado-, reposa en los violines
y al filo de las notas...
¡oh soles sostenidos!
y me mira, asombrado.

Que no tengo remedio...ni en el acto solemne de oír música puedo parar el zoquete de mi alma.

Desde un rincón pacífico del mundo, sin haber hecho nada para merecerlo, Mariví Verdú.

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