domingo, 16 de octubre de 2011

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE, SOBRE EL TIEMPO Y EL ARREPENTIMIENTO

A mis amigos Pilar Bugella, Encarna Lara y Juan Miguel González del Pino



Hace ya mucho tiempo que mi lectura va siendo dirijida. Tener amigos intelectuales tiene eso, que me dejo llevar de sus sabios consejos y voy a tiro fijo hacia el objetivo que es a la vez el dardo que partirá mi alma o me procovará el viejo síndrome de Stendal, que más que enfermedad considero un don estigmatizado.
Mi deseo de búsqueda de sentimientos parejos a mi dolor me hace encontrar a los que, como yo, andan errantes en la palabra sobre este anticipo de la ida que es la existencia, ínfima, corta como un cuchillo.

Eso ha sucedido con este nuevo libro de Juan Miguel González titulado Visión de la piedad. Tener entre las manos su visión poética de la piedad que todo ser humano -animado, claro-, siente ante la belleza y el alma del próximo, sea Dios, animal o cosa, es algo que a uno le sucede, o sea, un hecho trascendente. Su lectura tiene todos los bellos componentes para desencadenar al alma de su prisión diaria y dejarla desnuda y retozando sobre un campo de lirios.

Gozar la intuición poética de Pilar Bugella, su alma disgregada, apacible, candorosa y tierna, es reconocerla y amarla en cada uno de sus poemas, ya sean dirijidos a los que no están o abriendo su corazón al sacrificio de sta vida. Su palabra es un rayo de lucidez que traspasa, en plan láser, a todo el que encuentra, porque ella nos encuentra, sabe perfectamente cual es la herida abierta, corte o llaga profunda, arañazo o escara, pinchazo jondo o superficial, y es ahí donde inocula su delirio dándonos tanto qué pensar como pan para vivir.

Ambos, rotos siempre, traspasados por miles de hojas afiladas, cargando el dolor de todos los cristos y aún buscando el sentido del ser como el máximo objetivo de la existencia, nos rebelan su dolor en la forma más expresiva del canto, del absurdo, del poema, y en ellos me consuelo.

Encarna Lara, desde la pureza transparente de La Aceña -aún podemos perfumarnos de mastranto, del dulzor del agua del río-, nos regala la roja manzana de su infancia, cuando comenzó a perfilar los silencios, a darles forma, música y latido, trayendo el sol en sus manos. Desde sus páramos prohibidos, desde su raíz telúrica y flamenca, desde la otra orilla de un Genil sin retorno, todo lo que ella es va en sus poemas y así la tomo, la abrazo, la siento, la disfruto.

El desgarro que producen las palabras de este trío de elegidos me llena de placer y me otorga la sensación de brotarme, de florecerme, de ser no más que flor y estiércol, por eso me apasionan. Me fascina la respetuosa familiaridad con Dios, lo íntimamente que hablan con la muerte, es decir, con la vida plena. Un vacío del lleno que no asusta. No hay más detrás de sus palabras que el dolor infinito del poeta. Y su nada.

Una de las cosas que me hacen estar gozosa en esta vida es haberlos conocido.

Cariñosamente, Mariví Verdú

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