viernes, 25 de mayo de 2012

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE EN CLAVE DE MI

Los dones del ser humano que nos diferencian de la mayoría de congéneres del mundo animal son:  el del alma o la voz de conciencia; el de pensar lógicamente y discernir, el de la memoria histórica, el de reir y llorar y el de hacer el amor sin buscar la procreación. Sin embargo, lo que son sin duda regalos divinos para que nos parezcamos a Él, no dejan de ser cuchillos de doble filo y debemos usarlos con atención y suma precaución.  La mayoría de veces se unen de dos en dos y casi no puede ir el uno sin el otro. Podemos ir probando cada don con la risa o con el llanto, dos variables constantes en el hombre, y verá cómo son todos resultados tan problables como lógicos. En particular el don de la memoria histórica y el llanto, esos dos son inseparables. Y el del alma y la voz de la conciencia. A más llanto, más tristeza, más meloncolía, otros dones humanos y ocultos.

Hoy he venido pensando mientras conducía mi trayecto diario de Málaga a Alhaurín de la Torre en lo complicado que es explicarle a un niño lo que es la vida cuando, desde la perspectiva de los casi sesenta, ya parece que el camino se estuviera acabando y se prevé el final del túnel. Sin embargo, enganchada a la vida, aún tengo proyectos. Y pensaba cómo inculcarle a un niño precioso y preciso lo importante que es tener historia, vergüenza, nobleza, dignidad. Y lo necesario que es tener piedad con uno mismo y con los demás, respeto a la vida y a los hombres; en lo importante que es buscar la paz en lo cotidiano y aspirar a algo mucho más alto que lo material...Y, por supuesto, avisarle a tiempo de lo corta que es la vida y lo largo que son los días: da tiempo a todo. Por eso es necesario vivir cada instante apasionada y positivamente.

Mi padre trabajó y estudió demasiado para podernos dar lo necesario; mi madre estaba en casa administrando con acierto su jornal y tan enzarzada en sus maravillosas labores y bordados como en suculentos guisos. A veces lloraba oyendo una canción pero nunca me dijo todo lo que sabía. Bueno, me dijo lo que dolía una guerra y lo que fue la muerte de un hijo para mi abuela, pero no era habitual hablarle a los niños de muertos y enfermedades, nos guardaban a todos de sufrir. Se alejaban cuando hablaban las cosas de los mayores. Nunca tuvimos una conversación seria de la vida, nos limitábamos a pasar los días en orden y concierto acatando la frase típica de mi padre: la economía es la base fundamental de la riqueza de un país. Claro que eso no lo decían en casa de los actuales directores de banco ¿o sí? Íbamos pocas veces de vacaciones y siempre a casa de la familia, por eso caducaban cada año los kilométricos enteros: no se podía ir a ningún sitio sin dinero. Puede que fuera el régimen (que no la dieta) el que nos obligaba a guardar silencio y estarnos quietos. La cuestión es que los niños vivíamos en la inopia y la mayoría descubrimos por nosotros mismos las cosas importantes: la muerte, el sexo...la vida.  A pesar de todo, tuve la suerte de tener en mi casa, hasta el final, a mi abuela Victoria. Con ella descubrí la geografía. Y tuve la fortuna de que hubiera libros y música, ropa limpia y manos primorosas: paz. Sin embargo, siempre eché de menos razonamientos. Y me casé jovencísima. Pero como yo hacía mucho caso a la intuición... Pobre intuición mía, cuánto he llorado. 

 
 Y es que tal y como decía Serrat en aquella canción preciosa de “Esos locos bajitos”:

Y nada ni nadie puede impedir que sufran,
que las agujas avancen en el reloj,
que decidan por ellos, que se equivoquen,
que crezcan y que un día nos digan adiós.

Desde El Garitón, viendo cómo explosionan las amarilis en un arrebato de belleza: así crece un niño que hoy cumple meses. Mariví Verdú

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