miércoles, 9 de mayo de 2012

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE EN ROSA-ROSAE

¡No le toques ya más, que así es la rosa!
Juan Ramón Jimenez “Piedra y cielo”, 1919.

Hace tiempo que desapareció el latín de los estudios medios y aún me pregunto el motivo. Si yo estoy agradecida y siento que ha valido la pena su conocimiento, debe haber más gente que así lo sienta: no estoy sola en este país, ni soy la más vieja, ni la más rara. Si aún recuerdo con cariño y agradecimiento el plan de estudios en el que pude cursar el Bachiller, debe haber mucha gente que sienta como yo. El latín era obligatorio en los cursos  3º, 4º y 5º de Bachiller y en los estudios superiores si escogías letras. Para algunos resultaba aburrido y se quejaban de su inutilidad. A mí siempre me pareció no sólo interesante sino útil, por lo que me dediqué con todo el ánimo a entender aquella lengua que me regalaba raices de lo que era mi propio lenguaje y me ayudaba a estudiar francés. Además, tenía la sensación de estar trasladándome más de dos mil años en el tiempo y me encantaba leer y traducir cualquier texto que caía en mis manos, saber lo que ponía en algunos restos romanos de la Alcazaba, los nombres y fechas de tales inscripciones y otras muchas que encontraba en otras ciudades y museos. Conservo como oro en paño el librito “Ludus Latinus” (costó 48 ptas. menos de 0,30 €), un libro de traducciones con fragmentos de obras clásicas de Ovidio y Fedro y parte de los Evangelios, obras clásicas de la Literatura Universal. Este libro servía para los dos cursos y para quinto, así como la Gramática Latina y el estupendo diccionario de Bibliograf, con prólogo de Don Vicente García de Diego, una sexta edición de 1964, ambos forrados con un papel que ya de por sí tiene su propia historia. Ponerles esa protección era costumbre en mi casa y cada año, desde los primeros de la Enciclopedia Álvarez hasta los libros de texto, era todo un ritual que venía después de la compra de los libros y en él intervenía toda la familia. Aún mantengo varios libros más con su primer forro entre los que cuento también “Las mil mejores poesías de la lengua castellana”, que forró mi hermana en color blanco, y los libros de Matemáticas y Música, otra asignatura obligatoria por entonces.

Los libros, ay los libros, qué necesarios me han parecido siempre. Han viajado conmigo siendo mi más preciado equipaje. Eso sí, pesado, muy pesado, el más pesado de todos, pero lo primero que embalaba: Lorca, Tagore, Juan Ramón, Neruda, Gloria Fuertes, Cervantes, Bécquer...y que nunca me faltaran mis tres tomos de la Historia de España que pagué poquito a poco porque eran tan valiosos como caros por su exquisita encuadernación y por su contenido del que destaco esa letra pequeña que ocupa muchísimas veces dos y tres páginas y a veces tienen más interés que los textos que la llevan en grande. Con todo es igual, la letra pequeña, la que no leemos, la palabra subliminal de cualquier texto es más interesante porque te hace entender todo lo demás.

Empecé a estudiar latín un día 5 de Octubre de 1968 aunque el curso había empezado un mes antes. Declinar el nombre de la rosa fue mi primera lección, la segunda, conjugar el verbo sum: ser.  Y descubrí que sepelio significaba enterrar y credo era creer; áccido, suceder y perdo perder. Pono era poner y veto prohibir...vaya que el latín era la madre del español y que gracias a esa lengua maravillosa nosotros tenemos la que tenemos, con la que podemos ser personas.

Me dí cuenta desde muy joven que una rosa es una rosa. Desde El Garitón cuajado de ellas, Mariví Verdú






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