martes, 28 de agosto de 2012

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE EN "ESE EXTRAÑO SER QUE LLAMAMOS YO"

Recuerdo la historia que me contó hace algún tiempo una amiga y que, a pesar de ser triste y  dolorosa, es bastante común y aplicable a cada uno de nosotros. Sólo basta una mañana en la que, al despertar, te das cuenta de la realidad. O del sueño.

Esta mujer se vio en la tesitura de llevarse a sus padres a vivir con ella y con su familia ya que la casa de estos estaba bastante alejada y a su madre le habían diagnosticado Alzheimer. El proceso no fue lento, como suele ocurrir en la mayoría de casos de mayores, y en poco tiempo su madre se fue haciendo niña. Una mañana le preguntó, refiriéndose a su padre, que quién era el viejo que dormía a su lado...

Qué triste me pareció la historia pero qué verdad me va pareciendo cada día que echo atrás la hoja del calendario. No hace falta dormir con nadie al lado, basta sólo ponerte ante el espejo. ¿Quienes somos, con y sin memoria? ¿Qué extraño ser nos habita? ¿Cómo podemos nombrarnos por el nombre de pila? ¿Dónde se quedó aquel ser de los ojos transparentes? ¿Qué ha pasado en nuestros corazones? ¿Quién ha dejado abierta la puerta de la desesperanza?

Haber nacido a mitad del Siglo XX, año arriba, año abajo, es haber experimentado en nosotros mismos los cambios más transcendentales de la historia de la Humanidad. Toda la evolución de la especie condensada en sesenta años; los inventos de treinta siglos, aplicados, mejorados,  superados, inimaginables... Tanto ha cambiado todo que ni siquiera uno mismo se reconoce. Porque si exteriormente el mundo ha cambiado, nuestro  mundo interior es otro. No queda ni una célula viva de nuestro primer día. Aunque nos parezcamos un poco a aquel ser primero que nació del vientre de nuestra madre, hoy tenemos la cubierta llena de cicatrices y la mayoría tiene el alma sangrando. El amor nos dejó malheridos, el dolor nos echó limón en las llagas y el olvido nos ha ido echando la sal para curtirnos. Los ojos se han secado de tanto llorar, las manos se han abierto de tanto trabajar y la tristeza no se borra por más muecas que quiera imponer la puntual alegría. No somos los mismos. Y si no nos reconocemos en nosotros mismos ¿cómo vamos a reconocer al de enfrente?

Sin embargo, para los que aún no hemos perdido la memoria, nos queda ese leve recuerdo cribado por nuestra razón (ésta lo suaviza para que no estallemos) de quien hemos sido y de quien seremos. Y, aunque lo único que tenemos es el presente y la certeza de que Dios, el mar, los montes, el sol y la luna nos pertenecen, estamos convencidos de que el mayor bien es la salud, el mayor dolor es el de nuestra sangre y el concepto de amistad es más alto cada día.

Para José Manuel de Molina. Y para mí. Es nuestro pequeño regalo de cumpleaños.

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