lunes, 17 de febrero de 2020

EL ARTE DE LA COSTURA, por Mariví Verdú



 Anoche me dormí aguantando las ganas de sentarme a escribir un rato pero me encontraba tan perdida dentro de mi casa como perdido mi corazón dentro de mi cuerpo y desparramadas las ilusiones por los rincones de esta cabeza mía, tan poblada y con tan poquísima conexión ya entre recuerdos y realidades. Mi abuela recomendaba para esto comer mixtos o rabillos de pasas. Pero siempre pensé que no había una razón científica de base ¿o sí? La vieja sabiduría no sé si es igual que la sabiduría de las viejas. Ahora que ya lo soy -abuela y madre a un tiempo- sé que no importa demasiado a nadie lo que hayamos aprendido. Aprender es personal que no intransferible, hay muchos medios de ser generoso. Éste, por ejemplo.

Tenía ganas de hablar de los primores de mi madre, de sus manos hacendosas, creativas, llenas de improvisación y gusto. Pero para hacerlo debo empezar hablando del hogar que fue su cuna. Hablar de su madre Victoria y de su hermana mayor María Teresa. Mi abuela fue una maestra en croché, con la aguja del 16 y el hilo de algodón “La Cadena” del ciento hizo verdaderas maravillas: colchas, aplicaciones de blusas, puntillas para enaguas, aplicaciones para camisones de dormir, cuellos, pañitos y así fue hasta su vejez, nunca nos faltaron encajes para los vestidos ni las braguitas de sus dos nietas. Mi abuela quería que sus hijas se aplicaran y metió en el taller de Doña Consuelo a mi tía María Teresa. Estuvo yendo unos cuatro años, primero como aprendiza, después como ayudanta y así hasta que se hizo sastra y era tanto lo que dominaba los volúmenes y el material textil que lo mismo hacía una chaqueta de hombre de alpaca que un vestido de novia de crepe satin o de organza. Cortaba sin patrones, llevando con tiza sobre la tela las medidas y el talento, disponiéndola al biés o al hilo según el corte. Esa tiza especial era el jaboncillo, que así lo llamaba ella. Yo aún los conservo en gris, azul y rosa, y los uso cuando los necesito. Me enseñó, como la habían enseñado a ella, primero a sobrehilar, a hacer ojales, a hilvanar... y,  lo último, el corte. Ella decía que no servía para nada cortar si no sabías armar la prenda y dejarla tan bonita por dentro como por fuera. El primer vestido que me hice fue de capa, con talle bajo, escote redondo y mangas cortas de media capa rematadas de piculina como el escote. Me lo hice entero y, después de cincuenta y cuatro años, aún lo guardo como una reliquia.
Mi madre prefirió las labores. Su labor favorita, las realizadas en punto de marca. Pero cualquier cosa que cayera en sus manos resultaba una obra de arte. Todo lo que hacía era una maravilla, de cualquier trocito de tela de hilo le hacía un repulguillo con la aguja, ya fuera con un remate hecho con la aguja y el hilo o con unas puntas de croché. Flores con punto de arena, de sombra, de realce...el cordoncillo, la cadeneta, las flores al minuto, los deshilados, Richelieu... ay sus cajitas de hilo del Elefante y de la Dalia, ay sus madejas de bordar y sus agujas preferidas, las del ojo de oro... Cuánto misterio envolvía ese viejo hábito de la costura hoy literalmente desaparecido o en una recuperación hecha a la fuerza, desprendida de toda belleza, artificial, como la vida de hoy. O en el caso televisivo, tan odiosa como burlesca, tan amanerada y desprovista de gracia que hacen grotesco lo que fue mágico por sagrado.

Me paso del folio... Me pasaría tanto como para escribir el día entero. Es una necesidad emocional pero también es una forma de distraer a la miseria para que no me roce siquiera. En mi cómoda hay un cajón secreter abajo del todo, un cajón que parece formar parte del armazón de donde nacen las patas... Secreter...madre mía, secreter...Ahí guardo los crochés de mi abuela, los pañitos bordados de mi madre y el juego de novia bordado de mi tía María Teresa... Secreter, qué palabra más antigua y más preciosa.


Desde El Garitón, con palabras que nacen al alba como secreter. Y como el alba de bonita y misteriosa.
Mariví Verdú

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