domingo, 16 de febrero de 2020

ENTRE LA CONTRARIEDAD Y EL HASTÍO, por Mariví Verdú


Son las dos y cuarenta y dos minutos de la mañana y ya no podré dormir más. He pasado tanto tiempo dormitando, tumbada en el sillón, que siento perdido uno más de mis antojadizos fines de semana. Ayer me quedé con las ganas de acudir a la cita de Tartessos pero cuando el pico de la alergia sube y me toca, no soy mujer para nada. Había reservado un lugar para oír a Juan Gavilán recitar versos del gran genio Miguel Romero Esteo. Tenía la decisión y la ilusión de asistir pero las circunstancias mandan y hay que adaptarse a su capricho.

Como siempre, entre la contrariedad y el hastío, escojo la postura de sentarme a escribir. En esta ocasión, sin estimulo y sin puñeteras ganas de nada. Abandonada de cuantos significaron algo para mi, unos porque la muerte y otros porque la vida, y con el alma hecha jirones, no pretenderé que salga algo legible o medianamente comprensible para los seres humanos que esperan que les ayude mi alegría, que les ayude mi canción entre sus canciones...Pero hoy no hay nada que pueda compartir, solo dolor, frustración quejas y mucha soledad. Con suerte no saldrá más que un leve sonido sordo con un incierto parecido al del silencio a las tres de la mañana en pleno campo. Ni siquiera yo tendré ganas de releer lo que escriba.

Mientras escribo sobre el teclado blanco al que le están desapareciendo algunas letras (la ‘a’, l ‘r’, la ‘e’ y difuminándose la ‘s’ y la ‘d’), me he comido tres galletas de avena y me he puesto al lado un vaso de agua del grifillo que me puso mi hijo hace tres o cuatro años y que me ha quitado el grandísimo quite de pulsear botellas y garrafas, con lo que eso suponía para mi de carga y de cargo de conciencia. Mientras pensaba en algo que escribir, he mirado por la ventana: Málaga ha desaparecido. Mi punto de vista preferido se lo ha engullido el taró o la contaminación, no sé, pero hay una espesa niebla y las farolas de mi calle llevan dos días apagadas. Todas menos una que está situada en la misma puerta de la casa donde antes vivían Mayte y Juan, dos personas entrañables que se la vendieron a una hermana, que ya murió, de María Teresa Sánchez Campos, “La Cañeta de Málaga”. Mucho arte tuvo siempre esa casa.

Me he levantado un momento porque no puedo respirar y me he dado un lavado nasal con agua salada. He utilizado, de estreno, una jeringuilla de cristal grande que compré hace muchos años en el rastro. Compré dos. Estaban en sus cajas, nuevecitas. Nunca supe para qué las había comprado hasta hoy. Si hubiera encontrado todos los útiles del practicante, me hubiera hecho con ellos. Recuerdo cuando llegaba María, la practicante, con su sonrisa abierta y aquel simpático tic que no podría definirse con palabras, y se ponía a esterilizar los avíos de inyectar.  A mi me gustaba observar aquel ritual, desde sacar y abrir la caja metálica super brillante conteniendo jeringa y  aguja, pasando por la llama azul etílico, hasta que descabezaba la ampolla de agua destilada y lo absorbía en su totalidad.  A continuación, pinchando el tapón de goma del frasco del medicamento dejaba salir el líquido y, agitándolo bien, volvía a extraer con la jeringuilla el preparado listo para su uso. Entonces, tomando la jeringa entre sus dedos la ponía hacia arriba y con su pulgar apretaba el émbolo hasta que por la aguja salía el aire y una mínima porción del inyectable... Era el momento del culete al aire y del algodón empapado en alcohol: un suave toque de desinfección, un cachete mágico y la irrigación intramuscular. Algunas dolían mucho y mi madre me daba un leve masajeo para esparcir el líquido y así conseguir aliviarme.

He salido de mi cuarto para ver la caja de la jeringa y hacerle una foto. Al hacerla me acabo de dar cuenta del verdadero motivo que tenía ponerme a escribir: es el pañito de mi madre, ese que tengo sobre mi lavadora. Un trozo de esterilla añadida que con sus manos primorosas convirtió en un pequeño jardín cerrado. Pero su creatividad no cabe en pocas palabras y hoy estoy mala y cansada. Hablaré de sus primores cuando pueda respirar.

Desde El Garitón, acobardada por la niebla y el polen, Mariví Verdú

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