martes, 25 de febrero de 2020

DAMA DE NOCHE, por Mariví Verdú

El pasado sábado quité del jardincillo la vieja dama de noche. Era un arbusto añoso y retorcido con unas enormes raíces en espiral que parecen hablar de las fatigas pasadas en su vida. Son como una especie de nido, un centro de mesa carnoso, un rodete de abuela... Por respeto las conservaré como recuerdo hasta que un día, perdida la memoria, vayan irremisiblemente al fuego. Si mi alma fuese material, tuviese forma, debería parecérsele mucho.  Conforme iba sacando la tierra del arriate, me iba descubriendo lo afianzada que estaba su cepa y lo tiernas y jugosas que eran sus raíces, sin embargo, estaba tan enquistada la pobre que no daba más que unas pobres florecillas que, con suerte, en alguna cálida noche de verano, desprendían un mínimo perfume.

Me cuesta mucho, lo indecible, arrancar lo que mi madre y mi padre sembraron hace más de tres décadas. No sé cuántos años tendría esta dama de noche pero he de decir que dio perfume cuando ellos vivían. Yo la olí muchas veces cuando m quedaba en el que hoy es mi dormitorio y por entonces lo era de invitados, aunque sus verdaderos y esperados inquilinos fueron siempre mis tíos Federico y María Teresa, hermana de mi madre. En esa habitación me eché no pocas siestas en el silencio de la tarde en el campo, a salvo del ruido infernal de la ciudad y bajo el mejor cobijo que pueda tener un ser humano: el de sus padres. Nada hay en este mundo como el calor del hogar.

Ayer fue el cumpleaños de mi nieto y yo celebré la vida a mi manera. El domingo habíamos estado juntos, comimos los cuatro y pasamos la tarde viajando por Europa. En un par de días lo volveremos a festejar con sus amigos y la familia pero no quise que pasara el día sin que quedara un rastro de mi particular celebración. Y me fui a Santa Amalia a comprar la sustituta de mi vieja dama de noche. Escogí una planta joven y frondosa y en ella he puesto todas mis esperanzas de perfume. Este año el jardín volverá a trasminar la madrugada. Vuelvo a tener frente a mi ventana un “Cestrum nocturnum”, que así se llama científicamente la planta. Y tiene nombre desde 1753, doscientos años antes de mi nacimiento, gracias al científico y botánico sueco Carlos Linneo, en realidad un poeta que se convirtió a naturalista (no es mío, es de Strindberg).
Y ya en el vivero, escogí unos plantoncillos comestibles en las almácigas, así que también sembré algunas tomateras y otras tantos plantones de pimiento con la esperanza de comer algunos de sus frutos este verano. Y aquí estoy, deseando que amanezca el día para ir a ver qué tal se han aclimatado a este garitón  y a sus alturas. El tiempo que está haciendo este mes de febrero es ya de primavera. Las papas van creciendo a una velocidad impresionante, los almendros, que ayer estaban floridos, van cuajando sus flores en pipas y pronto serán cuajarones de almendra... Y yo, con todos ellos, celebrando la vida.

Por esto que digo, se puede comprender que me dé tanta pena arrancar lo que está vivo dentro de los límites que me responsabilizan. Antes de talar un árbol, hay que pensarlo mucho y tiene que doler de cualquier forma que dispongas su fin. Yo he talado cuatro, todos tenían su historia. El ficus, que, como cualquiera, tenía la suya, estaba en la parte de atrás de la casa. La fuerza de sus raíces me estaba levantando la acera. Llegaron a romper una tubería y la humedad salía por la pared y el suelo del cuarto que fuera de mis padres. Hubo que escarbar muy profundo para sanear bien la fontanería. Aún quedan raíces en el patio. El pobre estaba enfermo (creo que sabía el incordio que supuso su crecimiento y lo destartalada que era su sombra entre los pinos y sentía una inmensa melancolía de su antiguo emplazamiento en la plaza más importante de la barriada José de Salamanca).   Con anterioridad, había quitado el árbol de los dioses, un espléndido “Ailanthus altissima”. He de decir que me costó mucho tomar tal decisión porque, a pesar de ser un árbol invasor, no molestaba y era la cama de cientos de gorriones. Solo que estaba afincado en un arriate donde la prioridad era el huerto y, como todos los de su especie, empezó a multiplicarse de tal forma que los rizomas llegaban hasta el cuarto arriate de más abajo. Estuve quitando sus réplicas durante varios años, por lo que no lo olvido tan fácilmente. También quité el árbol de los ojitos, así le llamaba mi madre, y cada años suelen aparecer de su raíz varios guiones que me recuerdan que quiere vivir. Me fue imposible sacar de cuajo su raíz... pero el que más me duele de todos fue el almendro bonito. Daba las almendras más duras y pequeñas del mundo pero cuando se tupía de flores era de tal belleza que su recuerdo me sigue partiendo el corazón.

La culpa de este último arboricidio la tuvo la vista del mar y su horizonte. Se había hecho un gigante y no me dejaba ver Málaga... Pero no me lo perdono ni lo haré en mi vida. Los demás árboles desaparecidos de este campo no los he arrancado yo pero me duelen igualmente. No puedo ver la encina muerta y tirada como un estorbo en el solar de mierda que ya no es mío... y ya no existen ni el laurel ni los naranjos, ni la higuera de la reina ni el granado, ni la morera altísima ni la hilera de chumberas sanas y fabulosas que cercaba el maravilloso y original campo paterno... Menos mal que anduve con ojo y corté unas ramas de chilindro antes de que pasara la marabunta. Hoy tengo un hijo suyo dándome flores que eran, y serán mientras yo viva, de mi madre.

*¡Qué alegría!, todo está vivo. Por cierto, quien quiera algún rosal de los de arriba españa (que son rosas como panes amarillas y rojas con toda una escala intermedia de naranjas), que me lo diga. Han sobrevivido todos los esquejes que corté y dejé metidos en agua.

Pero ahora no toca lamentarse, toca mirar lo que he sembrado nuevo, a ver cómo han pasado su primera noche en El Garitón. Yo la he pasado en plenas facultades todavía, celebrando a mi modo el octavo cumpleaños de mi nieto. Con esperanza, Mariví Verdú.

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