sábado, 7 de noviembre de 2020

CONTRA EL OLVIDO, por Mariví Verdú

 Son las seis menos cinco de la mañana, es noviembre pero no hace ni chispa de frío. Aunque estamos a punto de despedir su primera semana, el aire otoñal viene caliente y corre como una exhalación tirando macetas y desnudando árboles. La lluvia, racheada y peligrosa, y el viento, violento y huracanado, acabarán siendo dañinos y dejarán a su paso inundaciones y destrozos amedrentando más, si es que cabe algo más, estos ánimos nuestros hartamente deteriorados por la pandemia. Parece que vinieran a dar la puntilla a una tierra desolada y a la entereza que empieza a flaquearnos. Maldito Covid que nos tiene a todos en vilo rozándonos con su espada, que fuera de Damocles, ahora más cerca que nunca. 

Dicen que hay borrasca para dos días más pero quién pudiera decir lo mismo de este virus que no sabemos cómo atajar. Últimamente ando muerta de miedo, no soy capaz de hilvanar dos palabras positivas y no me atrevo siquiera a respirar. Hacia donde miro veo ese mismo miedo en los ojos, siento los besos abortados tras las mascarillas y observo la quietud de unos brazos a los que les impedimos dos de sus básicas funciones: abrazar y trabajar. Las manos, llenas de caricias enquistadas, van del mando de la televisión a deslizarse por las pantallas táctiles del móvil como posesas, frustradas de no sentir el deseado tacto carnal, tan querido. Una vez más, la creatividad se convierte en tabla de salvación en este mar de espera que no sabe bien lo que espera y que siente la muerte en toda su crudeza, esa que ya no da tiempo de adornar y que nos acerca a nuestro verdadero reino animal del que vanidosamente nos erigimos reyes y del que somos el peor ejemplo de depredador, de aniquilador, de engreimiento estupido. 

He salido a respirar al alto mirador que fuera de mi padre porque, a pesar de que el viento es intenso, me falta el aire. Es como si se revelara a entrar en mis pulmones y al conseguirlo usara un doloroso cuentagotas. La visión del amanecer siempre me impresiona pero en esta ocasión me resultaba una necesidad, una urgencia, una forma de confirmar que sigo aquí, que el sol vuelve a darme los buenos días por malos que estos sean, de que el mundo no interrumpió su curso ni la naturaleza su orden natural mientras yo vuelvo al torno dejando mi huella y rebelándome contra el olvido. 

 Contra el olvido, cojo el lápiz -o enciendo el ordenador- y me siento a escribir. Inevitablemente me pongo a pensar y a un paso de dolerme el pensamiento. Entonces busco un analgésico y cojo los pinceles, la aguja, el bloc de acuarelas, el dedal, las tijeras o el metro. Con todos me pincho por lo que no me puede faltar de ninguna de las maneras el paquete de klínex. Y acabo a moco tendido, guardándolo todo en sus estuches y costureros y ordenando la casa de mi alma, quitando de los rincones la pelusa gris de la desidia. 

Contra el olvido, anduve mucho tiempo con la cámara de fotos recogiendo momentos pasados. Eso, a la larga, se paga con la tristeza. Ver lo que ya no puedes ver, recordar lo que fue, volver a ese tiempo encapsulado en la belleza es sentirse inmensamente triste. Sin embargo, en esa tristeza está la enciclopedia de mi vida. A ella se la debo. De no haber sido por la tristeza no me habría dado cuenta de haber querido tanto ni conocería la esencia de los hombres, esa que tal vez un día nos hizo vanagloriarnos por tener la exclusividad de las lágrimas. 

*Y después de tres días con este escrito guardado, lo publico mientras un lucero me saluda entre nubes de agua, anticipo del sol y de flores violetas. Desde El Garitón, Mariví Verdú

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