domingo, 1 de noviembre de 2020

EN VÍSPERAS DE FIESTA, por Mariví Verdú

Ayer fue uno de esos escasos días en los que, alrededor de una mesa, se disponen los corazones a disfrutar del encuentro, siempre sagrado y hoy más añorado que nunca, de un almuerzo familiar. Y al usar este adjetivo he recordado la palabra de la que proviene, primera y fundamental para la existencia de los seres humanos: “familia”. Sí, de familia, familiar... En  familia está el origen y en ella estará el final, su penúltimo destino antes del olvido.
 
Inevitablemente me he puesto a pensar en el significado de familia. Mientras lo hacía me he ido sumiendo en una enorme tristeza, en  recuerdos de los que ya no están y que son en número muchos más de los que aún me quedan en el mundo. Me he acordado de mi padre y de mi madre, de aquel con quien hice mi propia familia, Fernando; de mi hijo, de toda mi sangre perdida. Me he acordado de amigos entrañables, de mis tíos, de mis suegros, de cuando la familia era una institución venerada.

Una vez más, ponerme a recordar ha sido perder la conciencia del presente, del regalo que tenemos por contar con el aquí y ahora, lo único que existe, la única realidad, aunque empieza a ser pasado conforme voy escribiendo.... Sí, me he puesto a echar de menos. Y echar de menos a quien está muerto es ponerse triste y la tristeza siempre puede conmigo. Porque con las palabras divago pero con los recuerdos es que me echo a morir.

Tal día como hoy, muchos años atrás, era típico sacar el abrigo del armario, encasquetárselo y ponerse en camino del cementerio mientras comíamos castañas asadas y nos turnábamos para llevar el cubito con su taco de jabón verde, su estropajo y dos trapos: uno para fregar los azulejos y otro para secar y dejarlos  como los chorros del oro. La mayoría que acudía para tal menester eran mujeres. Los demás éramos  niños. A mí me tocaba ir al Batatal, el más cercano a mi barrio, porque allí estaba enterrada mi abuela Victoria. (El Batatal, conocido así popularmente, era el Cementerio de San Rafael, y le llamábamos de tal manera porque antes de ser camposanto fue campo de santas batatas...). Por entonces, era costumbre visitar a los seres queridos que habían pasado a estar bajo tierra. La finalidad era honrarles y adecentarles el aposento, limpiando la losa que los cubría y llevándoles flores frescas en un alegre y colorido recordatorio de la vida que todavía disfrutábamos y de la muerte que era la convocante. Todo transcurría con júbilo, primero, por la calidez que proporciona el seguir vivos, segundo, por la rotunda certeza de la muerte. Mucho creer en la resurrección pero si saliera un solo muerto de su tumba nos moriríamos del susto. Por cierto, viene al caso: expreso mi odio infinito a Halloween.

Bueno, el poder  que tiene el arraigo de esta tradición en los dos primeros días de noviembre me ha desviado por unas horas de lo que en realidad me había movido a escribir: la familiaridad que disfruté el día de ayer, ese ambiente que envolvió un simple almuerzo haciéndolo mucho más grande que un día de Navidad o que cualquiera de mis cumpleaños... Comer los seis en una mesa me ha hecho recordar el significado de familia y todas las acepciones que esta palabra tiene y contiene: cuánta sencillez y naturalidad en el trato, cuánta confianza y cercanía, cuánto cariño. Sí, cariño, eso es lo más importante: los sentimientos que revoloteaban por el aire, bajo los jazmines, ante la yedra, saliendo y entrando del pecho de cada uno de nosotros. Nos cayó la tarde y la noche. Hasta la luna llena vino a la fiesta. Brindar era todo un compromiso de seguir vivos para repetir brindis cualquier día no muy lejano. Degustar lo que pusimos encima de la mesa fue solo un preámbulo para lo que más tarde ocurriría en el sofá con mi nieto y nuestro Antoñito, en la mesa del comedor conmigo y mis pinceles y en el diván con mi hijo, mi nuera y nuestra Macarena y esa sonrisa transparente por donde el mundo solo ve la gloria. No hubo abrazos ni besos para despedirnos pero no hacían falta. Estaba todo el cariño confirmado.

Me comprometo ya, desde este momento único, a celebrar cada día, durante el tiempo que me quede, como la víspera de Todos los Santos, acompañada de los que quiero, viendo fotos de hace veinticuatro años y reconociéndonos en ellas, riendo como cuando fui niña, arropada por ellos, por esa familia con la que quiero contar el resto de mi vida. 
 
Desde El Garitón, soleado y fresco, recordando aquel puente de los Santos en el Río Borosa y aún disfrutando la jornada de ayer, todavía con el sabor del vinillo celeste de los cielos en la boca, 
Mariví Verdú

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