domingo, 8 de noviembre de 2020

CUÁNTO QUEMA EL HIELO, por Mariví Verdú

Llevo varios meses, que son muchas semanas y más días desbordados de horas interminables, haciendo tiempo, dejándolo pasar porque va herido. Una actitud pasiva que no es otra cosa que impotencia ante el acoso y derribo que éste extrañísimo virus ha decidido declarar en contra de los seres humanos por toda la chata redondez del planeta. Esta inacción mía es obligada ante la dura realidad para la que no existe decisión alguna más que la sumisión y tomar las medidas oportunas para no ayudarle a la muerte a salirse con la suya tan temprano. 

 He dejado pasar el tiempo intentando templar mi espíritu para no hablar de la muerte así, en caliente -¡cuánto quema el hielo!-; he dejado pasar ese tiempo en el que cuesta creer lo sucedido y aún no se nota el rotundo vacío que marca en el corazón esa fecha fría como el mármol en el que los recuerdos salen del rincón vago y empiezan a traerte cosas que parecían olvidadas, que se nos habían borrado pero el dolor nos las devuelve con la nitidez propia de los que estamos en el umbral de la vejez, a un paso de ella y a muchísimos de aquella juventud donde se fraguaron amor y amistades, los sentimientos más hermosos, esos que arrancárnoslo supone desprendernos del alma. 

Cuando a los álbumes acudo en busca de la información que a veces olvida mi cabeza, el corazón cae en una terrible depresión sin ríos ni valles, como en un pozo donde lo único que veo reflejada sobre el negro espejo es mi propia cara. Otras veces pillo un atajo y acudo directamente a la propia tristeza, saturada de voces, esa que pone nombre y dibuja siluetas a mis muertos. He perdido a tanta gente querida, ya sea por este virus aterrador como por el maldito cáncer, por la inevitable vejez o por la soledad y el hastío que provoca la vida en sus últimos estadios, que este escrito se me podría volver un inmenso memorandum al que acabaría por dejar arrinconado por dolor y por falta de fuerzas. Por eso nombraré con mi boca cerrada a cada uno de ellos sintiendo la infinita tristeza del que, acorde con la naturaleza, vive y deja vivir sin pensar en el pecado ni en el cielo prometido pero con la grandísima alegría de haberlos tenido cerca y haberles ofrecido de vez en cuando un plato de comida, de haber compartido el pan y el vino y de haberles dado mis besos y abrazos más sinceros. 

Y voy a dejarlo aquí por mi bien, mientras mi casa huele a canela de Chaouen y a ras-el-hannout, yo me visto de claro para ir a ver a mi nieto y darle fuerzas de super abuela y no sepa lo vacío que se me está quedando el corazón. 

Con una claro paisaje pintado por la lluvia y despejado por el viento, desde El Garitón con una sola rosa de noviembre, Mariví Verdú 

*Al abuelo Fernando y a los amigos Antonio Arjona, José Miguel Sánchez Vicioso y Francisco Montoro.

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