martes, 31 de enero de 2023

A 180 GRADOS, LATITUD CORAZÓN, por Mariví Verdú

No sé si habrá existido algún complot malévolo cuyo único propósito haya sido partirme el corazón desde el día en que empezó a latir. A mi madre le costó parirme casi su propia vida y estuvimos las dos al borde de la muerte. Después, con solo unos meses, casi muero asfixiada, atragantada. De no ser por mi abuela Victoria que me cogió por los pies y me palmeó la espalda hasta devolverme el aire del mundo, hoy no podría contarlo. Nadie lo hubiera contado de haber muerto pero estoy viva y escribiendo porque yo he nacido para esto, para contar, para cantar, para ser memoria. U olvido. Contaba mi madre que la suya me agarró con ternura pero con la misma postura que se agarra a un conejillo para desnucarlo y me zarandeó hasta que arranqué a llorar. Pues bien, aquí estoy y todavía no he parado.  Durante toda mi vida ha sido así, he sido un constante mar de llanto. Tan habituada estaba a las lágrimas que muchas veces me inventaba emociones y penas por el gusto de llorarlas. Después de aquel llanto joven acudía a mí no sé qué sensación de alivio que me parecía hasta agradable. Hoy, metida en los setenta, digo esto con el convencimiento de que estoy viviendo otra etapa de mi vida, la penúltima, un tiempo donde siento emociones renovadas, donde estoy totalmente convencida de que he aprendido, de que lo sé; desgraciadamente sé diferenciar penas y pena porque cuando viene la pena de verdad no se puede llorar siquiera, es otro estado, otra cosa.

Mi falta de autoestima y esa sensación de que la vida estaba fuera de mí, de que no me pertenecía, de que dependía de otros, fue un fatalismo absurdo que manejó mis años mozos y me hizo sufrir una niñez y una adolescencia terribles estados de ansiedad, de agonía, de profunda tristeza. La educación y las normas de vida no me ayudaban demasiado a superarlo. Siempre tuve la amarga sensación de que atraía la desgracia, la mala suerte y a veces no solo atraía la mediocridad sino la más absoluta de las miserias. Tuve la impresión de que yo lo provocaba y lo que es peor: llegué a pensar que me lo merecía. No sé por qué, pero me taladraba el pensamiento buscando culpas... He sufrido desde que tengo memoria, desde mucho antes de usar la razón -suponiendo que la tuviera alguna vez-. Desde luego, nunca la usé a mi favor. La situación se acrecentó con la llegada del amor, eso que nadie te explica pero sucede, que nace instintivamente cuando llega su tiempo y tiene más que ver con la emoción que con el sentimiento. El machismo vigente por aquel entonces hizo que vivir en pareja fuera otro desastre más a añadir a la cola de las tristezas. Eran tiempos casi bíblicos, de taliones intransigentes, de una religión castrante. Aquella idea de parejas para siempre, de las que vivirán durante toda la eternidad unidos aunque se mataran a palos...¡qué horror!  Y qué miedo si Dios lo veía todo impasible y frío como un témpano.

Mi actitud, que siempre fue receptiva a los desfavorecidos, no ha cambiado ni un ápice, tan solo he invertido la lista, las prioridades, el orden anteriormente establecido por mi espíritu atormentado. Hoy comienzo por mí, por mi más querida, conocida y triste desfavorecida, continúo por ella y solo paso a otro nombre de mi relación cuando estoy totalmente atendida, satisfecha, consolada, curada. Hoy me abrazo a un presente donde agradezco el aire que respiro, la lluvia que me moja, el silencio donde me escucho, la tierra adonde piso y el calor de un hogar que no esta vacío porque lo llena mi vida, mi espíritu creativo y toda la belleza de quienes me antecedieron y por un momento se sintieron tristes de verme padecer en un pasado compartido. Estoy por encima de cualquier materialismo y por debajo del cielo. No he parado de hacer cosas y sin embargo sé que lo tengo todo por hacer. No quiero vivir la vida de nadie, no hay tiempo ya mas que para vivir mi corta estancia y agradecer cuanto he sufrido antes de abrir mis ojos. Tengo por escribir el mundo, por ver el mundo, por sentir y aprender el mundo entero y no hay ni siquiera unos minutos para entretenerme y mucho menos para idioteces. Mi necesidad de vivir deja atrás muchas interferencias, mucho peso adquirido. No necesito agradar a nadie para seguir viva. Y no voy a claudicar, de eso nada, solo voy a invertir el tiempo en mí misma y en hacer felices a los que me importan muchísimo, los que cuento con los dedos de una mano.

Puede que hoy, haciendo balance de mi vida, dejando atrás lo vivido -no en el olvido sino en la comprensión-, esté dando un giro de 180 grados...  Quizás quede vuelta hacia donde nunca miré porque creía que todo estaba fuera. Quizás quede de espaldas al mundo y me quede enfrente de mi alma para siempre. Desde ella solo tengo necesidad de dar las gracias por cuanto ha pasado por mis ojos, por mis manos, por mi olfato, por mis oídos y por mis labios: por mi corazón. Y las doy.

Desde El Garitón donde cabe la esperanza, Mariví Verdú

 

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