miércoles, 1 de marzo de 2023

VARIACIONES SOBRE EL AMANECER: CARTA A MÍ MISMA, por Mariví Verdú


 Hoy me siento a escribir después de muchos días sin ánimo, después de tres semanas enferma y atendiendo solo a las necesidades fisiológicas y a los horarios de las medicinas y del sueño en una urgencia de recuperar la salud, bien tan estimado al que tanto descuidamos y al que solo echamos en falta cuando lo perdemos. Por fortuna, los medicamentos hicieron su parte y este hogar alto y alejado del mundo ayudó al milagro de la recuperación. Hoy, por fin, tengo ganas de hilar algunas palabras para poder contar mis sentimientos.

En la última clase a la que pude asistir en La Térmica antes de mi recaída, la profesora que cuida nuestras emociones nos invitó a escribirnos una carta como si se la escribiéramos a un buen amigo y decirnos en ella todo lo que necesitaríamos escuchar de nosotros mismos... Es una tarea difícil por fácil que parezca. Nunca se me habría ocurrido escribirme una carta a mí misma, lo había hecho a mi madre, a mi hijo y a dos grandes amigos después de morir, a los enfermos de COVID (hoy publicadas en el libro “Cartas que curan”) y a gente querida con destino terrenal pero decirme cosas a mí sobre mí misma me resulta extraño porque no sé si dirigirla a mi conciencia, esa que parece pertenecer a un guardia civil autoritario que no me deja escaquearme y que me cuestiona hasta los sueños, o remitirla a la otra yo que murió hace tiempo y es la sombra que me habita. Tal vez se la escriba a la niña perdida que vive en mis ojos y que todavía disfruta de ingenuidad, esa tontorrona inocente como flor de almendro.

Aunque después de meditarlo y, a decir verdad, creo que toda mi vida -que es más de la mitad vida literaria- ha sido una larguísima carta, una interminable confesión en voz alta sin otro objetivo que el desahogo y la autocompasión, porque mi palabra no esperó nunca perdón, no tuvo ningún propósito de enmienda ya que cumple la inacabable penitencia de la vida, esa que compartimos todos los seres humanos en cualquier estadio que se encuentre y es ciclo obligado e inevitable. La palabra de mi incansable soliloquio canta emociones, examina mi conciencia y, para no estar sola, pretende acompañar al prójimo en este extravío que tenemos desde que llegamos al mundo. A veces pienso que debería quererme más, oírme más, dedicarme más tiempo al envoltorio, al cuerpo y a la apariencia y más tiempo a oírme el alma, esa que salió contestataria, inconformista y dubitativa, pero  de la primera me importa un rábano, me es igual estar bonita o fea, gorda o delgada, arrugada o lisa porque lo único que me importa es la Mariví interior, esa que  está aquí para dar gracias, para sentirse viva en la creación y en la contemplación de lo creado.  Bien sé desde niña que soy tan mortal y vulnerable que cualquier día diré mi última palabra y ahí se quedará mi historia congelada, ahí dejaré de salir en las fotos y de sentir el aire, las luces de la noche, el imperceptible y fino olor de las violetas y dejaré para siempre de paladear el infinito dulzor de mis moscateles. Tendré que decir adiós  a la tristeza, adiós a las lágrimas, excipientes de la vida; me despediré del tímido sexo de la higuera, del rojo y redondo fruto del madroño, del papel de seda de los jazmines muertos... Pero también me llevaré la satisfacción de quedar en la sonrisa de mi hijo y en la ternura de mi nieto, en algún poema impreso y en alguna coplilla por el aire.

La verdad es que no quiero escribir una carta de despedida y cierre, quiero decirme cosas hermosas como diría a esa testigo que ha vivido de mi aliento cada día desde que nos pariera Victoria con dolor un agosto de 1953 frente al mar, en aquel hospital por dónde anduvo el corazón de Lorca y el de Prados cuando aún vivían y veraneaban versos. Quiero darme las gracias por habernos equivocado tanto, por tolerarnos tanto, por habernos caído tantas veces y seguir erguidas, caminando, usando la misma sombra. Aún así estoy escribiendo una carta testamentaria, un texto donde decirme que todo me está esperando, que la vida y el éxito me esperan a la vuelta de la paseada esquina del fracaso, que mi palabra no sobra en el universo ni mis horas empleadas en pintar, bordar y sufrir han sido en balde; que tengo que mirar por mí y dejar al guardián que me comparte sin sus atributos represivos. Quiero quedarme bajo mis sábanas calientes sin que el cabo Furriel me ordene levantar como un despertador viejo e incómodo; quiero enterrar los hábitos y volver a tratarme como recién nacida, vivir a golpe de ganas, nadar a voluntad en el mar de mis sueños. Quiero quererme lo bastante para seguir siendo el eslabón que una corazones partidos empezando por el mío que anda olvidado en el mismo cajón donde guardo las libretas rojas.

Quiero seguir siendo la palabra que nadie dice, un cobijo para desesperados, un hombro para suicidas, la boca que bese a los desdentados y enfermos de halitosis. Quién fuera el espejo donde se vieran los niños ciegos, ese silencio lleno de música que a veces me visita, ese agua de lluvia placentera para los campos secos, ese rayo de sol que incide en el banco donde se sienta la vejez sin esperanza, esa mano enorme que parara las guerras... Debo quererme para seguir hablando porque el mundo será mucho menos redondo si me callo.

Y para despedirme de esta carta a mí misma solo podré hacerlo con un abrazo a la vida lleno de agradecimiento, fundirme con la gente de buena voluntad, con la luz del sol, con toda la plenitud que siento desde mis adentros hasta el inmenso cosmos...así de grande.


Desde el plácido y soleado primer día de marzo, Mariví Verdú

Foto: Pedro A. Durán
Puente de Los Llanos, Arenas de San Pedro (Ávila)

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