viernes, 19 de enero de 2024

EL LIMBO DE LOS TEXTOS Ó TRAS EL APAGÓN, por Mariví Verdú

Un acto tan cotidiano como despertarse, tan desapercibido, tan normal para la mayoría -a veces hasta mal recibido por lo dormilones-, tan poco agradecido por casi todos y aceptado como algo natural a lo que tuviéramos un derecho eterno, es un presente de valor incalculable, una extrañeza digna de reflexión. En mi caso, con siete largas décadas sobre mis rodillas y mis pies, está empezando a ser un milagro. Pero siempre lo fue. Pasar  del sueño a la conciencia, habitual trance de muerte a vida, de noche a día, de una luminosa oscuridad ávida de estrellas a una claridad que las difumina, no puede ser otra cosa más que un milagro. Espero al sol cada mañana hasta que se levanta por el cielo como fiel enamorada, mientras agradezco la inestimable presencia de la luz. Y cuando todo recupera su color, abro con emoción mi lienzo en blanco para escribir el nuevo día, oh papel pautado donde dejo canciones, armonías y aleluyas de agradecimiento. Busco a veces el grueso, el satinado para llenarlo de azules o el cuadriculado para dibujar mi crucigrama diario, el de palabras como tristeza, recuerdo, melancolía, para llenarlo de signos de admiración y duda. A veces me conformo con la superficie luminosa y bien definida de la pantalla del ordenador, esa que me conserva lo escrito en archivos que no ocupan lugar en las estanterías, que no necesitan el tacto amable de la pluma, tan delatadora de ánimos. A decir verdad, creo que se ha convertido en una comodidad a la que recurro, acto no exento del riesgo de desperdiciar la página en blanco que me ofrece. Sin embargo, me rebelo contra el abandono de la pluma, esa extensión que junto al lápiz y el bolígrafo conforman ese ha tanto tiempo una prolongación de mi mano, instrumentos de los que no me desprendo nunca y llevo conmigo a cualquier parte junto a la libretilla o el bloc. La última pluma, con la que disfruto bastante, me la regaló Magdalena, mi prima hermana, y tiene una particularidad: escribe sola.


Esta mañana, como si un resorte automático me echara de la cama, con ansias vivas de escribir, fui directa a encender el ordenador con las primeras palabras de este texto en la boca. Me senté a relatar todo lo que se desbordaba de mi cabeza y rellené más de medio folio. Oí, en el adorable silencio de la aurora, que estaba lloviendo y no me pude resistir a salir a la puerta para recibirla como si de una vieja amiga se tratase. Mi lluvia, esa que vivía antes cerca y se mudó al norte dejándose ver de higos a brevas, había venido. Olía a gloria. Alguien le puso a ese perfume petricor pero la realidad es que su nombre es gloria, gloria y de apellido bendita. Cuando regresé al cuartillo de mi tía María Teresa, donde coso y escribo, traía otro montón de palabras nuevas saliéndome de los dedos, promesas de flores, tapices verdes, pétalos cuajados de almendro, alfileres de boda de chilindros y mirtos... Pero se oyó una descarga cerca, un trueno, y se cortó la luz. Estaba sentda ya frente a la pantalla, releyendo para reanudar mi texto pero el corte se llevó mi archivo page al limbo de los ordenadores (eso no pasa con la libreta) y de pronto se me cayeron las palabras nuevas al suelo, unas se rompieron, otras salieron corriendo despavoridas y otras se quedaron blancas como el papel. Algunas, pocas, de las usadas anteriormente, volvían a mi memoria intentando sobrevivir, poniéndose de nuevo en orden, queriendo volver al relato de antes de la lluvia, antes del caos de las palabras húmedas, cuando el blancor de la virginidad, pero ya nada ha sido igual.

No me preocupé más que lo justo. Hice café, calenté leche, tosté pan, saqué la mantequilla, el azúcar, un cuchillo y una cucharilla, la servilleta y un salchichoncillo de Málaga que me hizo olvidar por media hora todo lo que había florecido antes de escampar. He estado un buen rato intentando recordar el orden de los verbos, de los adjetivos, de los nombres hermosos, de la elegancia de las conjunciones pero nada es igual, solo el pronombre personal que me nombra no ha sufrido modificación ni el que nombra el objetivo a quien lo dirijo: vosotros. Lo demás corresponde a la imaginación del yo y a la paciencia de todos los que habéis legado hasta aquí en la lectura.

Y aunque me queden marcas de tinta en los dedos, aunque exista la casi obligada opción de los tachones, aunque parezca algo pasado de moda escribir sobre papel y tener el mueble lleno de libretas, esta mañana he echado de menos el haber encontrado la hoja de las siete y media, escrita y a salvo, sobre la mesa y poder ofrecer la primicia de mis sentimientos puestos en negro sobre blanco, o sea, mi corazón traducido, abierto en canal. No ha sido así pero me conformo con seguir reescribiéndome, sabiendo que soy la misma persona, la de las mismas equivocaciones, buscadora de la belleza. Y soy la misma porque  contengo las mismas palabras y no se me gastan. Y porque, aunque me cueste, las sigo ordenando a mi manera y sé que es el orden que les gusta, donde ellas y yo convivimos a gusto, fielmente, bajo el cielo.

Desde El Garitón, ventoso el día, gris y casi transparente, Mariví Verdú

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