Aunque tomé algunas notas de cuanto Carmen Íniguez fue contándonos al respecto, he recurrido a esta página que nos ofrece la Junta de Andalucía para ampliar la información que mi retentiva no pudo memorizar. Resume perfectamente los puntos más importantes que nuestra profesora nos contó como que las mezquitas son únicas en su género y que su descubrimiento a principios de los 90, supuso la primera constatación del uso de estos edificios como recinto de numerosos enterramientos dentro de un cementerio público, caso del que no se conocen más ejemplos en al-Andalus. Se construyeron con materiales sencillos, muros de mampostería y tapial enlucido con estuco ocre, sin ningún tipo de cimentación. Responde al tipo más simple de mezquita andalusí, con una sola nave de planta casi cuadrada y tan solo definida por el nicho del mihrab en el centro del muro de la qibla, que marca la orientación a La Meca y, por tanto, de los enterramientos. La singularidad y trascendencia en el mundo andalusí que representan estas estructuras, sobre todo las mezquitas, propiciaron su conservación in situ y que la Junta de Andalucía adquiriera los bajos del edificio de viviendas en el que se localizan.
Dada su importancia patrimonial se inscribieron en el Catálogo General de Patrimonio Histórico Andaluz como Bien de Interés Cultural, con la tipología de Zona Arqueológica, en el año 2007.
Hoy quiero compartir este descubrimiento con todos mis lectores y añadir a la experiencia una reflexión que hice dentro del recinto en la segunda visita, recordando a mi buen amigo Ahmed Larinouna que acababa de perder a su madre el pasado día 17, Achour Aicha, de Blida (Argelia), por lo que se lo dedico a su descanso y a su paz.
Es 21 de enero. Estoy dentro del espacio sagrado de la Mezquita Funeraria de Málaga, en su necrópolis, escribiendo bajo la tenue luz que ilumina los restos arqueológicos donde se siente el paso del tiempo que no el silencio que lo rodea todo y será el mismo que fuera por entonces. No sé si cabe mi poesía en esta historia de antiguas muertes pero siempre cupo en el silencio. Y a ello me dispongo, entregada a divagaciones, con mis cinco sentidos puestos en los hombres y mujeres que aquí yacen, los que amaron y murieron esperando el paraíso.
Podría ser una simple observadora pero vengo llena de letanías y de lágrimas a buscar en el polvo la historia de los míos, la del hombre perdido entre su corazón y el vacío, muerto de miedo ante su innata soledad, la que desquicia tanto y hace mirar a las estrellas con esperanza de vida eterna. Buscando un dueño único y todopoderoso que tenga piedad de él. Por estas cosas, cuando voy a un cementerio, da igual el credo al que pertenezcan sus moradores, suelo ir con respeto mientras experimento la sensación de paz que el silencio de los recintos me presta, el mismo que me sirve de excipiente para el pensamiento y de referente para el futuro que me espera y que no dista absolutamente nada del que tuvieron los primeros hombres que lloraron al sentir la inmensa orfandad humana o los que prefirieron buscar una fe para no morir del todo. Todos soy yo, yo misma. En mí vive la incógnita y en mi queda la flor de la esperanza.
No ha cambiado el dolor de las despedidas desde que caminamos erguidos y nos multiplicamos. Desde que experimentamos ser dueños de algo que llamamos vida o encontramos nuestro parecido en unos ojos de niño recién nacido del que su olor nos resulta propio. Las fronteras, las tierras conquistadas, los clanes, las religiones pusieron limites entre nosotros desde la creación, desde que estamos aquí, junto a los ríos, en sus desembocaduras, buscando el sustento con trabajo, sudando los veranos, abrigándonos del frío, cobijándonos de la lluvia, doblegando a la naturaleza, temerosos ante el rayo, la noche y la fiebre, ante las fieras entre las que ya casi nos contamos de no ser por el culto a la duda abierta ante la muerte.
Después de siete u ocho siglos, el agua sigue corriendo bajo mis pies dejándome a su paso una vieja esperanza de abluciones. Y aquí estoy, despierta aún bajo mis canas, con los ojos cansados de llorar y asombrados de belleza, mirando vuestros restos con las manos tendidas y el corazón abierto. Porque dormís aquí, bajo unas lajas, tumbados sobre el lado derecho y mirando a La Meca, mitad polvo y mitad protagonistas de la historia, mientras yo sigo escribiendo, recordando lo bello y buscando entre muertos las flores del árbol de la vida.
De reposo por una temporada, en El Garitón, en mitad de un campo que me obliga al agradecimiento y acompañando en el sentimiento a mí querido amigo Ahmed Larinouna, Mariví Verdú
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