Venir a caminar por Calle Pacífico, me transporta en el tiempo. Estar en la misma tierra que en tardes de primavera, a la recacha de aquella tapia del patio del número 25 que cobijaba la presencia y la labor de mí sangre femenina, me emociona. Me imagino, acompañadas de silencio y luz, aquellas hacendosas manos conocidas, las que de un trozo de tela sacaban bellísimos manteles, elegantes vestidos, pañitos de croché e innumerables filigranas, espléndidos muestrarios todos de bordado y encaje, de trabajos minuciosos y pulidos que han durado hasta nuestros días para el deleite propio y de posteriores generaciones.
Estoy tomando un café justo en la misma chimenea de la fábrica Cross, donde trabajó mi abuelo hasta su muerte. Estar cerca de la estela de los míos me infunde seguridad y una fina tristeza que me dice que no estoy perdida, que piso sobre lo conocido, sobre algo mío y que no estaré sola nunca en estos contornos.
Cada cual es feliz a su manera, tiene las necesidades que tiene y da gracias al Dios de turno, al de su elección, por todo lo recibido. Yo también doy las gracias a este perfil salino que me reconoce y a quien debo el verbo preciso de la luz.
A mí madre y a Esperanza Arce. Y para Víctor Manuel Heredia.
*La foto es de otro día, tomada por Esperanza Arce. Gracias.
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