domingo, 13 de septiembre de 2009

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE, DE LA SANTA A MARÍA

Ninguna de las dos me son ajenas. Aunque sé que mi apariencia es más la de La Canastera de las cuevas de Granada, y muy a gusto que me siento con ello, mi intuitiva ignorancia dan en cada esquina de la mañana blanca con una o con la otra. Vivo sin vivir en mí y alcanzo la razón poética en los vértices luminosos del ensueño.

La sorpresa de mi inconsciencia es tan agradable. Mi vida literaria tiene mucho de abnegación, menos de lo que yo creía de mimetismo y menos aún de cortedad ya que no siento más que puro placer al saberme resuelta en la palabra libre y en el más propio de los pensamientos. No le hizo falta a Teresa leer a La Veleña conocer la teoría de la relatividad. Tampoco María necesitó más que mirar al cielo algunos años para darse cuenta quién era y que era igualmente santa de las santas.

Amar hasta la extenuidad es el secreto. Doler el aire sin rechazar estigmas. Es cierto que saber se necesita. Y saber es saber de sol y lluvia. Saber que si nos llueve es sobre agua, saber que remojarnos es oler a la próxima tierra. Es por tanto tener una maceta de pensamientos y sacarnos a la calle para que la recojamos, observar cuánto engordamos en el verdor de la uva, querer ser el alero para los pajarillos mientras formamos parte de añil en arco iris y empapamos nuestras lágrimas de su llanto.

Resuelto el enigma de los años primeros en el binomio abstracto tiempo-melancolía, siento que me quedan aún varias cuestiones. Filosóficas todas. Sofía no cuenta nada. Habla por ella la bellísima crueldad de la naturaleza en la más bella aún boca de Dios.

El aire voy buscando por el Genal florido y su brisa transluce el trinitario aliento del criador-hombre- pájaro. Las adelfas lo saben, y el lentisco. Al alcornoque, que conoce mejor que todos el secreto, se lo quieren robar todos los años y tan sólo consiguen desnudar el lustre rojizo de su sabio esqueleto. Yo puedo hablar con ellos. Soy familia directa, sobrina de sus hojas. Y aunque no vaya a verlos como quisiera, me reconocen siempre y a veces me envían saludos con el sauce de la esquina de mi calle. Otras con la primilla, tata de quien heredé la monogamia.

El sol, que nos mantiene eterna la noche clareada, es el bello motivo de la sombra. Cegados alcanzamos mejor forma de vernos. Osar mirar sus ojos tiene el pago glorioso de lo oscuro. Su calor es constante lo mismo que el silencio de Dios. Acostumbrados a él no hay fueguecillos sino la dulce llamarada de los montes, el naranjal perdido por sus crestas, el malva tornasol de su caída, la promesa del sueño y del retorno. Y la luz como un tibio y dorado reloj de ocho minutos.

Ávila está bajo el hábito de mi tristeza. Vélez sobre el mar de mis ensoñaciones. Mi nostalgia de ámbar y ónice late en las humildes palabras con que las bendigo. Más cerca estoy de ellas que de mi corazón abandonado. Quisiera hacer promesas de llevarlas a hombros por la vida que dieron pero no tengo brazos ya para lo eterno. Soy una tórtola rota sobre el pozo de sus cristalinos. Un clarín de la organza que bordaron, ya pasado y sufriente. Nada podría ser y soy un todo que limita con Dios y con la vida.

Mariví Verdú. Año 2003

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