domingo, 6 de septiembre de 2009

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE ECHA CUENTAS Y NO LE SALEN

A la vista de mi generosidad al dar el título de amigos a todo el ser humano que se me acercaba en la pubertad, mi madre y mi abuela siempre me decían este refrán: Amigos y más amigos, el más amigo la pega, no hay más amigo que Dios y un duro en la faltriquera. Hasta hace muy poco tiempo creí que era un refrán no válido para mí. Hoy no sólo me doy cuenta de que es una verdad como un templo sino que me arrepiento de no haberlo tomado más al pie de la letra hace mucho tiempo.

Nací de una madre espléndida que me parió cuando tenía treinta y un años. Mi abuela la trajo al mundo más tarde aún, con treinta y nueve años, por tanto me crié entre personas bastante mayores y los recuerdos de mi abuela no son más que los de una entrañable viejecita, de aquellas que morían en poder de sus hijos, disfrutando de un cuarto de soltera y de los mimos y el respeto que por aquellos años en los que transcurrió mi infancia y juventud se les tenía a los mayores. La verdad es que era la memoria colectiva, el libro de historia, la identidad de nuestra familia, el dulce aglutinante que la mantenía unida y un pozo de sabiduría popular. Poseía el don de las corazonadas, el de poner sobrenombres a los humanos, motes o apodos que los definían mejor que el nombre propio; poseía el don de la gracia y un excelente sentido del humor, no exento de un sabio pesimismo que la volvía profética. No debí nunca dudar de su palabra. Mi madre -ese ser mágico que me dormía con nanas- me lo decía también. Ella quería confiar en que a lo mejor se equivocaba en mí el dichoso refrán y tal vez por eso atendía espléndidamente a cuanto amigo llegaba a casa, igual que mi padre, que era un santo. Sólo Dios sabe cuánto se habrán comido de nosotros, ya que siempre pusimos casa, mesa, mantel y una suculenta comida guisada a modo tradicional, o sea, trabajada. Nunca echamos cuentas, mi madre decía que las cosas o se hacían de corazón o no se hacían.

Nunca valoramos lo que tenemos, hasta que nos falta. Ahora, entrada la madurez en mí como en los higos de mi higuera -que no sé qué puñetas les pasa que se ponen vaciones y se pudren en un día- valoro las cosas casi justicieramente. Valoro más lo que han hecho a los míos que el desengaño propio; valoro lo bueno y lo malo y veo cómo se inclina la balanza de los sentimientos. Puede que todo esto se logre a fuerza de desencanto, más que a fuerza de tiempo, o tal vez las dos cosas sean una sola. Será que ninguno de estos glotones comensales invitó a mis padres ni a un huevo frito -ni a mí tampoco- lo que me hizo decidir no dar ni una hiel amarga a nadie y nunca más.

A los pocos amigos que han quedado, los que puedo contar con los dedos de mi mano, les hago un gazpachuelo o una tortilla de papas nada más que entren por mi puerta, porque no sólo de pan vive el hombre y ellos han estado conmigo en lo bueno y en lo malo. Ellos, mis amigos, se cuentan con los dedos de mi mano cerrada que, echa un puño y en alto, da la medida aproximada de mi corazón. Porque eso de Amigos y más amigos, el más amigo la pega, no hay más amigo que Dios y un duro en la faltriquera en ellos no se cumple. Claro, que yo no poseo ninguna de las premisas para que se cumpla el refranero en mí, porque aún ando a la busca y captura de Dios y no tengo un duro. Aunque la esperanza es lo último que se pierde. Tal vez se cumplan las dos cosas en este bendito pueblo de Alhaurín de la Torre. ¡Ojalá y la Virgen del Carmen!

Disfrutando de la sábana y buscando de madrugada el calorcillo, contemplando un gris, azulado y ventoso primer domingo de septiembre, Mariví Verdú

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