martes, 12 de mayo de 2020

EL CUCHARERO, por Mariví Verdú

Ayer tocó arreglo de cajones. El aburrimiento, que quiero emplearlo en algo que no sea la tristeza, está empezando a ser bastante triste.  Hoy, a las seis de ésta futura tarde, se cumplirán sesenta y un días de confinamiento. Son muchos días para pensar, para echar de menos, para recapacitar, para poner la casa boca abajo: para volverse loca. Ya no sabe una qué camino tomar, qué rincón sacar, qué esquina doblar, qué arreglo darle a la casa para encontrar el tiempo en ese mismo momento en que lo dejé, cuando la rutina marcaba dos meses atrás mi perfecto presente, despertar a Emma cinco días y disfrutar unas horas del fin de semana con Dani haciendo de cada minuto siete días completos. Esta sensación de querer darle marcha atrás el tiempo adonde estaba mi vida la he tenido muy pocas veces, poquísimas. Me caben en una mano. La mano con la que escribo.

Comencé el zafarrancho por la salita. Mi salita es un cuarto soleado al atardecer adonde hago gran parte de la vida. Luce en su puerta un letrero de cerámica que dice: “Comedor” pero sirve para muchas más cosas. Saqué el contenido del primer cajón de la gaveta, de los cuatro que tiene. Contenía libros de instrucciones, muchos, pero no encontré ninguno que me dijera como tragarme la tarde de un buche. Llevo guardando folletos de los diferentes aparatos que he tenido en mi vida. Hace unos años, aquel invierno en el que estuve tan malita, recuerdo que tiré muchos de ellos, los que no eran más que eso, manuales de uso, pero no me deshice de los que tenían alguna connotación sentimental. Todavía conservo los de un equipo de música que tuvimos cuando fui casada. Y de golpe me vinieron a la cabeza una avalancha de recuerdos que no pude canalizar. Tampoco pude tirarlos a la basura. Hay unos versos de Serrat, de su canción “En nuestra casa” , que me traducen: En nuestra casa/ no soy más que una sombra/ que no tiene ilusiones./ De golpe me hice viejo, hablo con el espejo/ y no abro los cajones/ por no encontrar recuerdos...

Frente a la renuncia de seguir abriendo los cajones, me rebelé y los saqué todos. El segundo contenía cintas de casete. Vidas grabadas, tardes de poemas, reuniones flamencas históricas, momentos irrepetibles conservados en un soporte que ya no se encuentra forma de reproducirlos, que están en desuso y que a nadie interesa... Vuelvo a dudar si seguir con el empeño de poner orden pero ¿qué orden? No hay más orden que el olvido y yo no admito órdenes. Aferrada al pasado no se puede vivir pero sin él no sería nada más que un saco de sebo y huesos deformados confinados a la soledad y a un futuro con mascarilla y sin abrazos. Yo soy mi resultado y mi futuro, soy un cajón de sastre donde la vida y la muerte dejaron su cinta de medir, su jaboncillo para marcar, su hilo de zurcir y sus agujas que lo mismo pinchan que remiendan. Y un dedal.

Todo los recuerdos que fui sacando iban a una caja, en su lugar compuse el cajón con las mantelerías redondas, las propias para la mesa donde como. Las puse cerquita, previendo el futuro y evitando los pasos demás. Y así, uno por uno, arreglé los cuatro cajones de la gaveta que tengo debajo de la televisión: saqué móviles y atrapasueños rotos que estaban en la cuna de mi nieto, bombillas esperando lucir un día, más cintas de casete, remates de las cortinas, todo fue afuera, reorganizado o tirado si no encontraba el modo para su reciclado. Y de nuevo se agolpa la tristeza. Pienso ¿Encontraré algo cuando vuelva a buscarlo? Ya nada está en su sitio. Todo es una improvisación del desencanto.

Desde el cuarto huí a la cocina. Y empecé por las puertas del fregadero... Paños viejos de cocina los eché para limpiar los pinceles; platos despostillados, a la basura; táperes y recipientes sin tapadera, para el aceite de linaza y el disolvente; tapaderas que no taparán nada en el futuro, para pintar sobre ellas o utilizarlas como paletas. Los estropajos nuevos, repuesto de fregona y bayetas, todo lo dejé organizado y todo lo hice sin pensar. Por eso pude. Mejor dicho, lo hice soñando con pintar de nuevo sobre el caballete. Pintar con óleo requiere un buen espacio y lo tengo. Mi taller es el garaje habilitado pero es frío y espero el buen tiempo. Mientras tanto pinto con acuarelas porque puedo hacerlo en casa. Y seguí en la cocina. Días atrás ya dejé ordenados el verdulero y los cajones de la mesa tocinera. Ahora le tocaba a la cajonera. Nada más que abrir el primer cajón, saqué todo el contenido de mi cucharero: cubertería, abridores, peladores y sacacorazones. No sé por qué motivo se van depositando tantas cosas en ellos, desde tapones y  válvulas hasta cucharas de helado y dosificadores, varillas de montar, majas del almirez... Muchas cosas, demasiadas cosas.

No recuerdo en qué momento empezó a formar parte de mi vida este viejo cucharero de madera pero vive conmigo desde hace tantísimos años. He perdido la cuenta. Sin embargo, como nunca llegué a tirar el que había sido de mi madre, el celeste que también fuera mío, lo he puesto en su lugar. Ahora tengo dos y los dos ordenados, juntos, útiles, supervivientes a nosotras mismas.

Desde tu casa que es la mía, a mi madre. 
Y a Cristina por su cumpleaños cariñosamente, Mariví Verdú

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