viernes, 1 de mayo de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS III, por Mariví Verdú

Pasaron largo rato golpeando una piedra con otra mientras se iban turnaron los dos en una serie incansable de intentos. Saltaban chispas de oro que desprendían un fuerte olor a azufre y yerro hasta que, al fin, ocurrió. Se ve que tuvo que pasar en aquel preciso momento, cuando ella, la hembra, percutía con energía sus apreciadas piedras. Tanto empeño hizo que alguna de aquellas chispas prendiera la parda maraña del hongo yesquero. Con asombro de ambos y mientras salía un humo parecido a la niebla que a veces rodeaba mi entorno, la alimentaron con su aliento a la par que observé cómo aquella bolina se convertía en llama. ¡Oh rayo de luz contenido entre sus manos! ¡Oh incipiente estrella! ¡Qué momento singular y milagroso!

    Pasaron la llama de inmediato al nido que habían formado con la broza y, cuando ésta ardía, le fueron echando ramitas secas y astillas, arrimando troncos hasta que  se prendieron en llamaradas grandes pasando que pasaron a la madera produciendo una hermosa hoguera.  Hasta mí llegaba aquel rescoldo que calentaba mi frialdad de piedra y me producía un inmenso placer. Y, emocionado,  lloré. El fuego había sido creado.

    Los años corrían. Luego vinieron tantos inventos, desde la rueda a los aviones. Después  vinieron tanta otras cosas... Ha pasado el tiempo desde entonces. A mí me parece poco, sin embargo, para la cuenta de los hombres han pasado muchos miles de años. Aquel suceso que ocurriera a mis pies aceleró el avance de la raza humana impulsando grandísimos cambios en nuestro mundo. Desde aquel día de invierno donde el fuego tanto se agradeció hasta el día en que os escribo mi historia, en el que dicen los hombres que estamos, a los albores del Siglo XXI,  la tierra, que estuvo intacta durante millones de años, es ahora irreconocible. A pesar de los progresos conseguidos, a veces es patética, injusta y rara. Cuando no catastrófica... Todo va muy de prisa hasta para mis ojos de piedra: los seres humanos han dejado el planeta sin primavera y es difícil que venga a visitarme mi prima la lluvia. El sol es abrasador ahora, peligrosísimo, dicen que han roto la capa del cielo que nos protegía de sus rayos y pueden entrar libremente. Todo por culpa de la contaminación que han producido sin medida y que es irreversible. Talaron los hermosos bosques que nos regalaban el preciado oxígeno y nadie quiere esperar que vengan las estaciones con sus frutos, todos quieren de todo y enseguida acabando de ese modo con la paciencia de la naturaleza.

    Y yo seguía allí, viéndolo todo desde los pies del Torcal, junto a la Fuente de la Teja. Una mañana de primavera apareció una nueva pareja de humanos en mi vida. Venían montados en uno de aquellos artilugios mecánicos que corría sobre dos ruedas y que llamaban moto. Ambos traían el rostro tapado con un casco que no me permitía ver las facciones del rostro. Pararon delante de la fuente, como siglos atrás, y bajaron del vehículo. No sé qué les trajo hasta allí. Se quitaron las máscaras y se besaron. Estuvieron un buen rato cogidos de la mano, observando el paisaje, mirando al cielo... Se ve que tenían sed y fueron al pilón. Bebieron haciendo un cuenco con sus manos y se lavaron luego la cara en el claro e incesante chorro. Ella sacó una botellita que llenó y se guardó en su chubasquero y, dirigiendo sus ojos en torno mío, se fijó en mí y me estuvo observando. No sé qué pensamientos le pasaban por su cabeza. Su pelo me recordaba al de la mujer que tuvo el fuego en sus manos. Se acercó y me cogió con ternura. Intentó meterme en su otro bolsillo pero yo no cabía allí y me metió en una caja que estaba dispuesta detrás de su asiento. Cuando me sacó ya estaba en otro lugar. Desde aquel día vivo en su jardín, junto a ella no paso tanto frío y me siguen abrazando mis montes azules y malvas. Como a diez leguas diviso mi Sierra del Torcal enfrente,  aquella de la que formé parte antes de estar cerca del Jabalcuza y ser piedra de recuerdos. A veces, alguna lagartija tomo el sol en mi lomo. El otro día vino a verme un camaleón y siempre tengo cerca a los mirlos, a las palomas y a todos los pajarillos que vienen a beber de una fuente con silueta de niño que tengo entre mi madre y yo. Las mariposas sienten una especial ternura por mi espalda y escucho el zumbido de las abejas que liban la flor de la yedra por encima de mí.  Vivo tranquila bajo el jazmín y me siento en paz. Cada mañana se tumba a mi lado una gata que duerme entre medallones de sol y la sombra que nos presta la madreselva entrometida madreselva. A mi derecha tengo un limonero y unos arriates de violetas y no son esos los únicos privilegios que tengo: soy querida y cada vez que quiero miro el mar.  FIN
 

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