jueves, 21 de mayo de 2020

MI PRIMERA COMUNIÓN, por Mariví Verdú

Aún recuerdo el día de mi primera comunión. Me desperté pronto. Saturada de emociones, bloqueada pero leve como un corcho, bajo la influencia de una hipnosis, estaba perdida. Tenía un sentimiento raro desde el día antes, desde que me confesé, como si en adelante estuviera peligrando de muerte mi niñez y me abandonaran sola ante un laberinto que todos pretendían que yo atravesara, con pecados que no había, salpicándome la frustración de los mayores cuando aún mi vida estaba limpia como una patena. Anduve en volandas desde que amaneció, embargada por aquella mezcla de alegría y miedo que recorría mis huesos y se metía en mi carne, yendo desde el espíritu al aliento y manteniéndome totalmente ida. Desde el día antes fui arrastrada por aquella ola de misterio con la que se cubría lo que solo podía verse con los ojos de la fe. Pero la fe me duró poco, hasta el mediodía, devolviéndome a mi casa para comer con mi familia, la comida que de verdad me alimentó. Porque la única realidad palpable y caliente que había estaba en mi patio, allí era verdaderamente feliz, con las lagartijas y los coleos, y donde únicamente quería estar: en mi hogar. Aquella casa a lo largo era la geografía que existía, la situada en el mágico mapa de mi infancia, en mis Portales de Gómez, en la carretera que iba a Cádiz y a mí me dejaba por temporadas en el Cortijo de San Isidro o en La Línea y algunos días de verano en las playas del Castillo de Bil Bil. Tomábamos el tren que llamaban “La Cochinita”. Íbamos a bañarnos, aunque solo lo hacíamos mi padre, mi hermana y yo. Mi madre se quedaba en la orilla, vestida, guardándonos la fiambrera con la tortilla de papas.

En mi comunión fue todo muy sencillo, una celebración en clase de pobre pero juntando a toda la familia, como debía ser. Y, aunque éramos humildes y no había para fastos, comimos, bebimos, contamos chistes y cuentos -mi primo Juani era único para eso- y hubo risas y demostraciones de afecto como para parar un tren. Todo fue simple, sin lujos, pero no faltó ni gloria en la mesa que mi madre dispuso para la ocasión. Hubo hasta una cajita de bombones, una bandeja de dulces y una botella de anís. Pero esto fue después. Antes tocaba vestirse para la actuación y pasar por la iglesia. Los míos pretendieron hacérmelo fácil, todo menos aquel vestido de organdí con alforzas y enagüas de nansú, la limosnera y los zapatos que, al no llevar la suela de tocino, resbalaban como si le hubiesen untado jabón y crujían con el quejido característico del charol. Pero el  no va más fue la corona de reina. Recuerdo la hora del peinado con melenita a lo Colón en la que me daban tirones para amoldarla, por un lado, la prima Julia; la madrina Maruchi, por el otro. A ver quién podía más, que la niña tenía que dar la nota con su miriñaque y con sus preciosos alfileres de novia con el que me sujetaron el tocado a la cabeza (literalmente: a mi cabeza). Sin embargo, yo estaba tan acobardada que no pude disfrutar aquel ropaje que no me correspondía como tampoco pude hacerlo de una ceremonia que no pude entender.

Aquel sentimiento estaba justificado: demasiado protagonismo para una niña chica. Tomé la comunión cuando no había cumplidos aún los siete años. Antes era obligatorio tomarla de niña. Y casarse muy joven. Digo yo que sería para no confundir el traje de comunión con el de novia... En mi caso, casi se logra. En las dos ocasiones fui virgen y mártir al altar, totalmente inconsciente del compromiso que ambos sacramentos exigían. La comunión y el matrimonio eran tan obligatorios como creer en Dios, en el único Dios, cristiano, apostólico y romano al que todos temíamos más que a una vara verde. Querer a alguien al que tanto miedo le tienes es una tarea bastante difícil. Querer  lo que no has visto en tu vida y te dicen que usa el inmenso poder de su ira para mandarnos diluvios, plagas, y fuego arrasador, es tarea de masoquistas.

Aquella misa, donde comulgué con todas mis compañeras de la escuela de Doña Consolación García (la escuela-portal situada al final de la acera en los Portales de Germán, hoy Calle Gaucín), fue celebrada por Don Jesús Colchón en la Iglesia de San Ignacio de Loyola, junto a las Escuelas del Ave María. Mientras duró la ceremonia, yo no vi a Dios por ningún sitio pero era tal el poder de la liturgia y del adoctrinamiento recibido que, entre la campanilla que tocaba el monaguillo y la misa en latín, de espaldas y con aquel embriagador perfume de flores de primavera, pude ver, como una aparición, el momento de la transfiguración. Por aquel tiempo derrochaba imaginación, no cabe la menor duda, aunque, analizando, dicha visión se la achaco al hambre. Después de ayunar desde la noche antes, más de catorce horas sin beber ni agua, era el resultado más lógico. El ayuno era obligatorio para tomar la hostia consagrada. Y entre las alucinaciones del hambre y el poder de la lengua... sí, el del lenguaje, porque aquella misa se hacía en otro idioma, inusual, raro, yo vi apariciones.

Una de las cosas bonitas que recuerdo fue repartir mis preciosas estampitas a los vecinos de mis portales y entre mipropia familia, un recordatorio que decía 26 de mayo de 1960. Mi padrino me dió un billete verde. Mi madre lo cogió para que no se me perdiera. La otra, que aquel día fue la primera vez que oí hablar en latín. En la dictadura de entonces, por aquí no se oía otra cosa que no fuera español. Aunque estaban a punto de llegar The Beatles...

A mi nieto. Desde El Garitón, bajo un amanecer en cuarto menguante, Mariví Verdú

*Doña Consuelo, que vivía en las casas del Ave María, había organizó un desayuno en su casa. Nos había preparado un colacao y unas ensaimadas. En la foto estoy dándole un mordisco a una, la que me tocó. Estaban contadas.

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