domingo, 3 de mayo de 2020

UN TRISTE EPISTOLARIO, 2006-2020, por Mariví Verdú

Querida madre: hace ya varios meses que nos separaron. Pasó con la mayor naturalidad pero nos dijimos adiós para siempre. Parece mentira lo decisiva que es la muerte, lo rotunda que es su despedida. Vino sin más, como una ola de poder inevitable que vapulea y devuelve a la orilla en un tiempo inconcebiblemente corto, extraño, raro, abandonándote de inmediato en una playa desconocida, solitaria y lejana, como vista en un sueño.  De golpe te encuentras ante la inminente soledad, mansa y rota, bajo un día calmo, sin nubes, sin cielo, sin aire, sin nada. 

Te fuiste sin quererlo, lo sé, te gustaba la tierra y tenías motivos para ello. Aquí tenías la mejor familia, el mejor marido, el mejor hogar y más hospitalario de cuantos existen en este mundo; conociste la guerra y la paz, esa que nunca faltó en tu interior y que derramabas en todos nosotros convertida en ternura; te amaron los hombres y las mujeres que te conocieron y te fue fiel la providencia durante todos los días de tu vida. Tenías el pelo de plata, el más bello de cuantos he conocido, y llevabas todos tus dientes, aunque gastados por el hilo del tiempo, pero eran los tuyos, los mismos que conocí siempre detrás de tu sonrisa. Te he disfrutado cincuenta y tres años de mi vida, mamá, esa vida que te agradezco por encima de cualquier don. Y te fuiste aquella noche de un mayo que amaneció otoñado, entre mis brazos, acunando a la inversa, siendo tú mi niña a tus años y siendo yo tu madre dolorosa. Qué extraña piedad representamos... 

Desde aquellos días en los que la gran tragedia ocupó nuestra razón, la tristeza ha sido una constante. Tu corazón, tan delicado y dulce, no soportó la ausencia de tu sangre más nueva, la de tu nieto primogénito, bellísima criatura que disfrutamos treinta y tres años. Su vida nos fue arrebatada mientras te partía el corazón por la mitad. Veinticuatro días después, muerta ya por la pena, dejó de latir. Me dejaste también tú.  Sabemos las dos que mi razón no entiende nuestra separación definitiva, simplemente la acepta con la conformidad a la que está obligada la raza animal ante el misterio altísimo de la muerte.

Tu alma, madre mía, la que te dejó tan pálida en su huída, sigue estando en todo lo que siento cercano, en mi corazón, paseando por tu jardín y cuidando tus macetas de aspidistra. El sillón, que fue tu cama en los últimos meses de tu estancia en la tierra, lo he dejado en el porche, mirando a la bahía, y me ha servido durante todo el verano para descansar el insomnio que soporta mi duelo. A pesar de todo, la vida continúa alrededor con una majestuosidad que asombra, con tal carencia de piedad que me enloquece, ajena a mi dolor, diciéndome que ella no es de nadie más que del tiempo, su dueño y administrador, y de la naturaleza, imprevisible y antojadiza. La vida no nos pertenece, la vida es. O deja de ser tú.

Mamá, a mí me está costando mucho aferrarme a ella. Tus cosas me ayudan muchísimo, tu recuerdo y tu entereza, aquella que mostrabas ante las  adversidades y que parece haberse venido conmigo después de abandonarte. Quiero que sepas que dsifruto todo lo que fue tuyo, lo conservo y así lo haré hasta que pueda y lo permita mi salud. Porque tal vez tu vida continúe en la mía y la mía no sea otra que la de mi hijo, mi nieto y cantar todo el amor que cabe en la palabra que te nombra: madre.

A mi madre. Y a Cristina.

* Victoria González Sánchez (14/2/1921  +28/5/2006). La foto está fechada el 15 de enero de 1947.

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