viernes, 15 de mayo de 2020

SUPERVIVIENTE, por Mariví Verdú

Ayer me comprometí a que el tema de la crónica de hoy giraría en torno a las palabras “superviviente” y “maña”. Yo sé lo que significan las dos palabras porque ambas a mí se refieren. Pero me gusta consultar con la RAE. Como era de esperar, poner superviviente en el buscador de Google es internarse en la quinta aberración. Tienes que expresar claramente después de la palabra las iniciales RAE, de lo contrario te pueden salir los esparavanes supervivientes. Nuestra Real Academia de la Lengua dice que es un adjetivo y que significa “que sobrevive”. Y sobrevivir tiene tres acepciones: 1) Dicho de persona, vivir después de la muerte de otra o después de un determinado suceso; 2) Vivir con escasos medios o en condiciones adversas; 3) Dicho de una persona o de una cosa: Permanecer en el tiempo, perdurar. En mi se cumplen las dos primeras. Lo de permanecer en el tiempo es ya algo que una no puede controlar ni plantearse. Esta reflexión daría pié a todo un trabajo. O a media docena.

Para hablaros de superviviente, cito el poema así titulado: La superviviente. Es de Ana María Rodas. Creo que nos hemos conocido por el tema que hoy quería tratar y ha llegado para quedarse. Sí, ha sido por eso, porque quería quedarse. Ella es nacida en Ciudad de Guatemala un 12 de septiembre de 1937. Es poeta, narradora, periodista, crítica literaria... 

Me habita un cementerio 

me he ido haciendo vieja 


aquí 

al lado de mis muertos. 


No necesito amigos 

me da miedo querer porque he querido a muchos 

y a todos los perdí en la guerra. 



Me basta con mi pena. 

Ella me ayuda a vivir estos amaneceres blancos 

estas noches desiertas 

esta cuenta incesante de las pérdidas. 

Sí, anoche me fui a la cama después de leer poemas de Ana María. Porque llega ella con sus versos y resume cuanto yo quería decir. Nos presentó ayer Salvador, un amigo que tenemos en común porque, desde ayer y para siempre, somos amigas. Y de las buenas, de esas que no necesitan ni hablar y que, cuando escriben, dicen lo que piensan; de las que no necesitan nunca ir de tiendas ni hacer alarde del privilegio que les ha sido otorgado por hablar el mismo idioma. No importa que ella viva en Guatemala, como si viviera en la Calle Larios, es tan cercana... Es íntima, con eso lo digo todo.  Y si ella es la superviviente yo también lo soy de una lucha que no provoqué ni alimenté, de una batalla interior con la vida, con la muerte, con la necesidad y la plenitud, con este mundo, cielo e infierno unidos que cada día me empeño en discernir.

Después de darle prioridad a sus versos, acabo de perderme en esta isla en la que se ha convertido mi vida, en la que me he convertido, pero hoy no me encuentro sola. Tengo compañera de viaje. Y al hilo de mi conversación, soliloquio compartido, y cansada de vivir cuesta arriba, se me hace duro alcanzar la cima desde la que rodaré irremediablemente. Por eso, desde esta aproximación a la llegada,  a pique de alcanzar la cumbre, intuyendo la eterna aceleración del momento de la caída, mi pequeñez en el universo, disfrutando aún del tiempo de  escalada, parándome a menudo para divisar el mar y los arroyos, el resto de los montes hermanos y mi propia vida, descanso un poco y me pongo a cantar esta supervivencia mía. Entono un fandango que ya cantaba en mil novecientos noventa y nueve:


Estoy en el puente arriba
mirando pa los dos laos...
Puentecito de la vida
que muere quien lo ha cruzao,
quien se para  y quien se tira.

(De “Destino de azahar”, Premio 1999, Hijos de Almáchar)

No quiero despedirme sin contar el cuento que sobre Periquillo Mañas me contaba mi querido Francisco Marcos, quien me inculcara el amor a la carpintería -a la madera ya se lo tenía por mi cuenta-. Bueno, lo voy a resumir porque era largo. Un día, la madre de Periquillo lo mandó al campo a por leña y solo le dio el hacha de su difunto padre. Y le dijo, no te preocupes que allí te encontrarás con Mañas para cualquier cosa que necesites. El hacha era todo el equipaje que llevaba y durante ese día de trabajo se encontró con toda clase de necesidades, dificultades y contratiempos pero allí no estaba Mañas ni nadie para solventarle sus problemas. Uno a uno los fue resolviendo, desde el hambre hasta la manera de acarrear el haz de leña. Entrando la noche llegaba Periquillo a su casa cargado y abatido pero muy orgulloso de haber cumplido su cometido. Venía reventado y con una queja en la boca: Mamá, allí no estaba Mañas, no había nadie. A lo que la madre respondió: sí estaba, no lo ves: tu eres Periquillo Mañas.

Creo que la mitad lo he inventado, pero es cosa de los que escriben por defecto y con mis años.

Quiero dedicar mi escrito de hoy a todos los maestros cercanos, a los que fueron míos, Consuelo, Candelaria y los Josés, y a los que siguen siendo porque son mi familia: a Cristina Ruiz,  José Manuel Luque, Sheila Cano, Belén García, Susana González, Magdalena Verdú; a los hermanos Alberto y Antonio Marín, hijos de mi prima Juanita Cano; a María José Coín y a José Manuel Moreno.  Especialmente, a Salvador Pendón. Y a todos los vecinos de la desaparecida Finca "San Isidro".

Desde El Garitón, en un día de luz, fruto de la lluvia, Mariví Verdú

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