Tanto la extensa producción literaria de quien fuera cronista de la Ciudad de Málaga y periodista de prestigio, como la historia personal de este malagueño de pro, Manuel Prados y López, suscitaron mi interés desde hace muchos años. En 2003, cumpliéndose el siglo de su nacimiento, desde la revista Calle del Agua que me honré en dirigir, nos hicimos eco del reconocimiento de nuestra ciudad a su ilustre hijo con la colocación de una placa que nos recordará a través del tiempo el que fuera su hogar, sito en Calle Ollerías 14. Casi veinte años después volvemos a recordarlo públicamente desde esta sede de la Asociación de la Prensa, lugar que alberga desde el día 20 de julio de 2021 su busto, realizado por el escultor Francisco Palma Burgos en los años treinta. Aquel día también tuve la suerte de asistir en calidad de amiga de la familia dando fe de ello.
“Sangre en los ojos” fue escrita por Manuel Prados y López entre los años veinte y treinta del pasado siglo y ha sido una novela con vocación perdidiza ya que, por avatares de la vida, no llegó a publicarse en vida del autor. Hoy, gracias al esfuerzo y a la voluntad de su hijo y a la confianza que tiene depositada en mí, puede ver la luz. Además de hacer realidad una ilusión familiar, la edición de esta novela va más allá del capricho íntimo y amistoso, trascendiendo del entorno cercano. El verdadero objetivo de dar a luz esta novela es un acto de justicia con su autor y un compromiso con la historia, es recuperar de las amenazantes garras del olvido una creación de alto valor literario, un relato que nos devuelve una Málaga joven después de haberle pasado por lo alto un siglo entero.
Sobre mi participación en esta novela les quiero contar que ha sido un reto a la vez que un deleite. Abrir la carpeta (ahora convertida en digna portada) que contuvo por espacio de un siglo las tres copias mecanografiadas de nuestra novela fue un acto sagrado al que me enfrenté con el máximo respeto el pasado 28 de enero. Y qué placer descubrir la intimidad de aquel viejo manuscrito que naciera de sus manos, del tecleo de sus dedos en la antigua máquina de escribir imprimiendo palabras preciosas que, una vez brotadas de su pensamiento y filtradas por su corazón, se convertían en tan magnífica literatura. Manuel Prados y López, que gozara de la amistad del poeta y novelista, académico de la RAE, Salvador Gonzalez Anaya, de Temboury, Rodríguez Antigüedad, Sanz Cagigas o del poeta y periodista, precursor del Modernismo, Salvador Rueda, fue amigo también del protagonista de esta novela: Miguel Mérida Nicolich, otro malagueño singular, inventor de la afamada pomada de la Abéñula, patentada en 1934, y que fuera precursor a nivel europeo de la educación para niños invidentes y sordomudos. Su legado aún perdura en el Colegio de La Purísima. Sí, la historia que Manuel Prados nos cuenta está basada en hechos reales y nos recrea momentos de la vida de éste afamado oftalmólogo que quedara ciego en una reyerta en 1924. Según Francisco Bejarano el hecho ocurrió en un cafetín de la Calle Siete Revueltas, hoy desaparecida y ocupada por la Plaza de las Flores, al final y a la izquierda de Calle Larios.
Quiero citar a la periodista Amanda Salazar que en el Diario SUR del 3 de diciembre de 2016 nos presenta una historia detallada y bien documentada de Miguel Mérida Nicolich gracias a los testimonios de Manuel Mérida Nicolich, su sobrino nieto, porque tal información ha sido de gran ayuda para mí. El Carlos de nuestra novela era, en realidad, Miguel; Eva, su esposa, se llamaba en realidad Vera Blackstone y se casaron en 1925. El Antonio del relato era Manuel Mérida, farmacéutico militar y cofundador de los afamados laboratorios junto a su hermano de Miguel.
Ya que no estará disponible para la venta y solo podremos tener acceso a su lectura a través de algunas bibliotecas municipales y centros públicos, quisiera acercaros a su preciosa literatura con una pincelada del capítulo “Playa y guitarra”:
Se agotaba la primavera en Puerto Luz arrastrando su manto pintado de flores con opulencia y fatiga. Aún cada mañana reventaban nuevas rosas en los jardines costeños y el verano rondaba de cerca las ventanas abiertas de la ciudad. La arena de la playa absorbía con angustiosa avaricia el agua salada de las olas, ya sin palpitación, y la espuma densa se desvanecía con premura en bordados efímeros sobre el sediento rebalaje. La gente noctámbula y jaranera buscaba la orilla y sus sones; acaso también el misterio y la complicidad del mar: su inmensa vitalidad y su amoroso murmullo. La luna se reía de los grupos alegres y suspirantes que buscaban paradójicamente la expansión de su optimismo en las quejumbres de las coplas evocadoras, cantadas con valentía y a veces con pena, y en los gemidos de la guitarra. El que no haya nacido en el sur no podrá comprender nunca tan rara transmutación del sentimiento. Las palmas, el vino y el cante eran, son y serán siempre en Puerto Luz cosas serias del corazón alegre. (...)
Carlos se sentía feliz en aquellos cañizos playeros, disfrutando de la brisa marina y de las escenas humildes próximas: reuniones de sirgadores en reposo, fogatas prendidas para dar tueste adecuado a los sabrosos espetones, barcazas varadas y, a su amor, un marengo tumbado filosóficamente. La idea de cenar allí había surgido unánime del cónclave de degustadores del buen vino y del buen pescado -todos los del grupo podían considerarse tan expertos en ictiología como en vinicultura- y la delicia de la noche recién llegada con promesa de fresco y canción determinó la orden de extender los manteles y encender las luces, no muchas ni deslumbrantes, sino discretas y colocadas de forma que quien amase las penumbras y aun las sombras pudiera ampararse en unas u otras para gozar lo mismo circunstancial coloquio que vagas contemplaciones de la mar plateada y rumorosa.
Solo me queda dar las gracias a todas las mujeres que me acompañaron en el acto y a Carlos Prados de la Plaza por privilegiarme con tan alto cometido. Gracias.
Mariví Verdú
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