miércoles, 22 de marzo de 2023

VARIACIONES SOBRE EL AMANECER. DE CALA NOVA A PORTINATX, por Mariví Verdú

 Mi segunda noche en Ibiza me pareció muy larga. Deseando que llegara la hora del desuno y recoger el coche de alquiler. La ruta que me había preparado era llegar a Portinatx sin perderme nada que me fuera viniendo al paso. El coche lo pedí con unas características similares al mío para sentirme segura. Me lo dieron gris metalizado, color que no me gusta, pero estaba nuevo, con solo 1090 kilómetros, y seguro. Salí con toda mi ilusión, mi libreta y mi boli, una botella de agua y la crema de protección. Hace poco me quitaron una mancha y tengo que protegerme. El día era casi veraniego, soleado, precioso. La primera cala con la que me topé estaba allí mismo: Cala Nova.

En mi primer capítulo dije que no hablaría de cosas desagradables y así lo haré y seguiré haciéndolo hasta contar el último día de mis vacaciones. Siempre hay alguien que quiere estropearte la alegría de estar viva, gente desagradecida, maleducada y gilipolla. Pero yo no quiero hablar de otra cosa más que de lo maravilloso que me resultó el noventa y nueve por ciento de mi tiempo. Y de la gente tan auténtica que protagonizó algún que otro encuentro con seres humanos.

Cala Nova está en el mismo término de Santa Eulalia, al norte, cerca de Es Canar, en la parte oriental de la isla y a cuatro kilómetros de San Carlos. Es una cala bellísima, de arena blanca y fina que se me presentó ante los ojos virgen después de cruzar un bosque de pinos y un entorno natural privilegiado. Aparqué y me fui a caminar por aquella arena que te invitaba a quitarte los zapatos y disfrutarla. Así hice. Era poco más de las nueve. No sé el tiempo que estuve disfrutando la soledad de aquel paraíso pero cuando volví no daba con el coche... Suerte que apareció, como salido del mar, un chico joven que me orientó y me ofreció su ayuda y su sonrisa. Hablamos un ratito y al despedirnos me dio su número por si volvía a perderme que me recogería donde fuese...esos son los milagros que le sucede a quienes, como a Iván y a mí, vamos enseñando el corazón. Puede que alguien nos lo parta pero la mayoría de las ocasiones disfrutamos de gente auténtica y muy especial. Así fue nuestro caso. Salí para San Carlos creyendo en la bondad, en la empatía, en la vida.

Salí tan contenta de allí que cogí el primer camino que vi y me fui por Ses Pedrisses hasta que quise fundirme en aquella explosión de verdes y amarillos, de almendros floridos, de rosáceas todas, de higueras desnudas y a punto de brotes, de cítricos cuajados de de frutos todavía... Una delicia perderme por esos campos, por caminos como el de sa Font des Murtar, con veredas malvas y genista,  con canto de pájaros y sombra entre los pinos... Me integré en la PM810 y daban las diez en las campanas de San Carlos de Peralta. Tan fresca la mañana de marzo... Hace solo unos minutos me hallaba pedida en Cala Nova, aunque perdida no es la palabra, estaba de todo menos perdida, de todo lo que pueda significar extasiada, maravillada, integrada en la belleza, y ahora estoy en la puerta de la iglesia más bonita del mundo. Hablé con un señor de mi edad, del servicio de limpieza del ayuntamiento. Era oriundo de Jerez de la Frontera y llegó allí en sus años mozos. Cuando me oyó hablar se le hizo un nudo en la garganta y yo lo sé. Yo también me alegré de que no hubiera perdido su acento y de que le gustara el flamenco, me lo dijo en los cinco minutos que duró nuestra charla. Me dijo que iba bien para Portinatx... Quería estar allí antes de mediodía. En San Carlos no había movimiento alguno, es un pueblo pequeño y blanco y posiblemente era yo la única forastera un jueves de marzo por la mañana tan temprano. Volvería antes de irme, San Carlos tiene imán.

Seguí hasta Aigüas Blancas, quería volver a esa cala que recordaba aún nítida en mi memoria después de cincuenta años. Y allí llegué. Qué odisea.  He de reconocer que tuve miedo. No había un alma viviente por el entorno. Le eché valor a aquellas cuestas tremendas donde me aterró pensar que alguien viniera en sentido opuesto.... No veía dónde dar la vuelta y tampoco podía ir marcha atrás en una cuesta semejante. En un ensanche que creí lo mejor del camino, vi un coche aparcado e intenté meter el mío cerca con intención de hacer cien maniobras y gastar el freno de mano pero salir del apuro... La suerte fue encontrar a una chica que venía a por unas cámaras...estaban rodando un spot publicitario, un anuncio para una casa de modas y una joven espléndida corría por la orilla mientras un fotógrafo la hacía saltar y exhibirse en toda su esplendor. Habían cuatro personas más en la playa. Me temblaban las piernas, la verdad. A la primera visión de esta cala mi corazón recordó cuando la vi por vez primera: igual de transparente, igual de salvaje, igual de difícil. Igual de bella .Y desde aquella perspectiva tomé varias fotos, pedí a la chica que me hiciera una de recuerdo y y aproveché para darme la vuelta.  A duras penas salí después de muchas maniobras aunque llena de asombro por el reencuentro y contenta de salir al cruce. Desde allí cogí la carretera en dirección a la Cala de San Vicente. En este lugar mágico me detuve una hora, en Ca La Calma, en el mar del Edén. Me tomé un café y hablé con mi hijo en una video llamada para compartir tan delicado momento. Me lo llevé todo en mi retina, la suavidad de sus olas, el imperceptible concierto de sus aguas, el silencio y la paz. Desde allí giré hacia el oeste. En pocos minutos estaba en el pueblo de San Vicente de Sa Cala. Se encontraba en obras y había mucha gente por lo que me fui enseguida. Salgo de nuevo a la carretera de montaña. Por un momento me pareció que iba hacia Comares...Entre pinos y sabinas llego a San Juan de Labritja.  

San Juan huele a pan y a vida. Escucho el dulce alboroto de los niños en la escuela. Es un pueblo pequeño, partido en dos por la carretera pero lleno de encanto. Acude Olías a mi memoria. Aparco cerca de su iglesia. Un gato negro duerme la mañana en la misma puerta del templo. Está cerrado, aunque los soportales y la puerta principal están accesibles. Puedo hacer una foto del altar a través del cristal. Es una iglesia del Siglo XVIII, pequeña pero preciosa, como todas las iglesias ibicencas.


Me siento un rato en el bar, hablo con un señor mayor, algo más viejo que yo, sobre el nombre del pueblo y de la zona: Lebritja. San Juan es la capital del municipio, de población muy diseminada, pero con una encanto que me hace prometer el volver algún día...

 Después de seguir una ruta dura y serpenteante, llegué al norte de la isla: llegué a Portinatx. Lo recordaba de otra manera. Ni siquiera bajé a la playa. Empezó a correr un aire más bien fresco que me dejaba pocas ganas de descender desde lo alto de la carretera. Aparqué el coche y caminé por todo el mirador observando los cambios, la mella que hace el turismo y las construcciones en el paraje que recordaba virgen... Me puse la chaqueta y cogí un pañuelo para mi cuello. Me quité el frío. Necesitaba caminar después de conducir toda la mañana. Preferí no pensar en el pasado y aceptar que todo ha cambiado, quizás sea yo la que más ha cambiado... Seguro que ya no soy la misma. Portinatx tampoco.

Desde El Garitón poblado de vinagretas, Mariví Verdú

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