lunes, 20 de marzo de 2023

VARIACIONES SOBRE EL AMANECER. DÍA DE LA MUJER EN IBIZA, por Mariví Verdú

 Mi segundo día en la isla transcurrió entre el hotel y Santa Eulalia del Río. Aún no tenía claro si alquilar un coche o no. La gente suele ir en grupo o en pareja a estos viajes, la mayoría van a las excursiones programadas pero lo mío no va así. Me gusta ir a mi aire, descubrir por mí misma y contar otras cosas. No quiero recuerdos en común nada más que con quien la vida me depare, no con el plan del mundo planeado. Además, si tuviera que esperar compañía, no iría a ningún sitio. Así que tomé el autobús. Por cierto, tiene un horario muy particular y unas costumbres muy extrañas como la de parar a la hora del bocadillo del conductor... Me parece muy extraño que no hubiera refuerzos y todo se detuviera alrededor de un desayuno. Llegó después de una larga espera que disfruté hablando con el chico de la oficina de turismo, una casetilla en la misma plaza donde tiene su primera parada este singular bus de Es Canar. Le pareció muy romántica mi visita después de medio siglo de ausencia y quería saber de mí. También quería contarme cosas de la nueva isla pero le pareció más atractiva la historia antigua y me dejó hablar de aquella Ibiza virgen donde la vida era tranquila en verano y muy tranquila en invierno, donde se consumían productos hortofrutícolas de altísima calidad, criados en las huertas cercanas; carnes frescas de granjas payesas, embutidos y pan caseros. Un lugar donde no se echaba la llave de sus casas porque todos se conocían y los forasteros eran contados y todos trabajadores honrados. De todas formas, la misma conformación del territorio nos tenía aislados y al mismo tiempo protegidos.

Me llamaba la atención que en 1972 todavía se utilizara el traje típico y se vieran con naturalidad por las calles, en particular por la ciudad vieja, las mujeres ataviadas de forma tan característica. Los había de muchas clases, para las bodas y galas de colores y blancos. En cierta ocasión estuve en una fiesta y los vi, tan bonitos, bordados y con adornos de hilo dorado y pañuelos amarillos luciendo en aquellas jóvenes mujeres que tocaban unos crótalos de sonidos secos y huecos mientras daban pasitos muy pequeños en redondo y a compás. Sin embargo, el que yo veía siempre por la calle era el denominado “gonella”. Acompañados en todas las ocasiones, incluídas las anteriores, de unas espardeñas, zapatillas de tela y esparto, estaban compuestos de faldas largas y oscuras con rayas o cuadritos en tonos grises y negros encima de un refajo. Sobre estos faldones, no les faltaba un delantal largo. La parte superior la conformaba un blusón de manga larga y, sobre él, su “gipó”, una especie de chaleco o jubón de tela lisa, bordada o estampada. Cubriendo los hombros y cruzando sobre el pecho, las payesas llevaban los mantoncillos, unos picos negros con flecos o encaje. Todas estas prendas se remataban luciendo en sus cabezas un pañuelo y un sombrero. Llevaban buenos pendientes -a veces colgando de un hilillo del lóbulo- pero nunca faltaba el oro en sus orejas. Iban peinadas con una trenza que anudaban con un lazo. La mayoría de las que vi eran negros, aunque en una ocasión lo vi de color azul. Más tarde me enteré de que era una forma de hacer público el estado civil  de sus portadoras: rosa para las mocitas, verdes para las prometidas, azules para las casadas y negro para las viudas, por lo que la mayoría de payesas que pude cruzarme en mis cuatro años de isla me contaban su soledad. Todas llevaban una cesta de palma aunque las vi también de pleita y algunas portaban canastos de caña. Todo un mundo de recuerdos compartí con el chico de turismo. Me dio un par de mapas y un horario de autobuses para que no perdiera ni una vez más tiempo en la cola...

En el asiento del autobús tuve a mi lado una chica de la Puebla de Cazalla que no paró de hablar en todo el camino, tenía allí a una hermana también, ambas trabajando en la hostelería. La atendí mientras cruzábamos entre el mar a la izquierda y los verdes, amarillos y blancos a la derecha de la carretera. La última parada la tiene a espaldas del Ayuntamiento. Dí un paseo por el pueblo, por su playa y me quedé con las ganas de subir a Puig de Missa. Y pensé: yo no he ido a Ibiza para quedarme con ganas de nada. Era el Día de la Mujer y una pequeña manifestación se estaba gestando en la puerta del Consistorio, en la Plaza de España. Estuve allí, haciendo acto de presencia y me senté en el Royalty a tomar una cerveza. Allí lo decidí. Mañana tengo coche.

Tomé la combinación de vuelta que me llevaba al hotel para llegar a hora del almuerzo. En el local de enfrente, un Rent a Car, reservé un coche para el día siguiente a las nueve y media de la mañana. Salí haciendo planes para aprovechar la libertad que otorga poderte desplazar adonde quieras. Preparé una ruta. Quería subir a Portinatx. Lo deseaba. Comí tranquila porque hambre que espera hartura no es hambre ninguna... Por la tarde estuve con mi compañera de habitación y una amiga de ella tomando café en una terraza preciosa, llena de gente guapísima pero echando de menos mi objetivo. Me había echado al equipaje la caja de acuarelas y un bloc para pintar, mi diario y una libreta para mis ejercicios de francés. Y allí estaba, gastando mi tiempo en escuchar hablar de temas que me traían sin cuidado. De no ser porque corría una brisa agradable y mis ojos iban libres a la belleza que nos rodeaba, habría salido corriendo a los cinco minutos de acabar mi café. Me juré no volverlo a hacer. No sé lo que los demás valoran su tiempo pero el mío es oro. 

 Tengo que ir a París, quiero ir a París, no se puede conocer la Costa Azul, Montpellier, Avignon o Lyon y no haber visto con mis ojos correr el Sena por sus puentes bellísimos ni disfrutar de la historia contenida en El Louvre...

Me fui a dormir como el día que hice la primera comunión... Para que pasara pronto la noche. Para no pecar.

Desde mi casa ya, a dos semanas de Ibiza, dejando abierta la espita del recuerdo, Mariví Verdú

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