sábado, 14 de marzo de 2020

AHORA Y EN LA HORA, por Mariví Verdú

Esta mañana, serían las nueve, se fue la luz en estos altos de Pinos. Tenía a punto de acabar un escrito que, a modo de confesión, hacía balance del día de ayer. Se ha perdido. De momento me ha indignado pero no vale la pena gastar energía por tan poca cosa. Espero que la memoria me deje volver a enjaretar una nueva versión del relato, al fin y al cabo son mis sentimientos y esos siguen en su sitio. El caos y la incertidumbre que ha creado este extraño virus que amenaza con arruinar nuestra forma de vida hace que no tenga ánimos para nada pero la mala leche que me da la impotencia también hace milagros, así que empezaré por lo inmedito y reconstruiré el texto aunque solo sea por amor propio.

Ni los sábados ni los domingos suena el despertador. La verdad es que me daría igual que no sonara el resto de la semana porque no necesito que me despierte nadie. Soy madrugadora, tenga o no tenga algo que hacer. Tengo una obligación con la mañana, una necesidad imperiosa de ver cómo amanece. Ningún día es igual, se ve que atravesamos partes del universo que unas veces nos son propicias y otras no. Eso, para quien se ha perdido muy pocas auroras, se ve claro. A veces he esperado con ansia la llegada del alba, otras ha llegado sin haber cerrado los ojos -lo que se dice pasar la noche in albis-, pero, sea de la manera que me haya pillado la luz, siempre he dado las gracias por su presencia.

Anoche, cuando desconecté las dos alarmas del móvil, una a las siete y la otra a las ocho (una para dejar la cama si no lo hubiera hecho aún y la otra para ponerme en marcha, de camino a la otra parte del pueblo, a lo que ha sido mi honorable quehacer de éste último año) me sentí muy triste. Ayer, por culpa de algo que no se ve, con lo que no puedo pelearme y de lo que no puedo defenderme, me despedí de una de las más gratas tareas que he tenido en mi vida: cuidar de Emma. Ella es mi sobrina-nieta, una niña preciosa a la que he atendido desde el doce de marzo de 2019 hasta el día de ayer en el que me retiré de ella con la tristeza de quien se separa de alguien muy querido y con la terrible sensación de marcharme a un destino incierto, a un penoso aislamiento, a un lazzaretto.

Ayer, mientras Emma dormía su siesta, cuando mi sobrino cerró su puerta y nos despedimos en el pasillo del ascensor, tuve un parón total de sentimientos, un vacío, un no saber si subía o bajaba, si caía o me elevaba...noqueada, no podía pensar. Al abrir la puerta del portal y encontrarme con el aire fresco que corría por la calle fue cuando me di cuenta realmente de lo que estaba pasando. Cogí mi coche, metí la llave de contacto y lo arranqué. No sabía adónde ir pero decidí de pronto tirar para la ciudad. Y me fui a Málaga a recoger mis gafas nuevas del cerca, las de coser. Las necesitaré para zurcir mi herida, ese profundo desgarro que no acaba de cerrarse nunca,que rompe por la cicatriz con un intervalo que cada día va siendo más corto.

Me dirigí al centro comercial con la más cruda sensación de soledad. Había gente. Pensé en comprar algunos embutidos de los que me gustan como si fuera para la última comida del condenado. Puedo recordar que el número de orden que lucía en la pantalla era el 22 y yo acababa de arrancar el 33. Había que empezar a administrar la paciencia. Tomé una dosis. La charcutera estaba al límite de sus fuerzas pero mantenía una sonrisa dignísima, cosa que me dio pié para hablar con ella y desahogarnos superficial y mutamente. Un chico, con acento sudamericano, pidió jamón serrano y me atreví a decirle que lo podía congelar... Una señora me habló de la paranoia que estamos viviendo, otra me preguntó que si le daba tiempo de ir a por pan y le dije que sí. Volvió sin él. Ya no había. Puedo recordar las caras de estas cuatro personas que eran humanas. Las otras eran raras, alienígenas, o tal vez tan parecidas a mi miedo que no quería verlas. Todos nos despedimos. Compré también alguna fruta. La chica de la caja fue muy amable. Me validó el tiquet y me pasó los puntos dándome un puñado de papeles y de ofertas que cogí de un puñado. Le dije que todo fuera leve y me fui.

Me encaminé para Alhaurín con la intención de encerrarme en este garitón que hoy ha amanecido bajo un cielo de témpera, casi opaco, con una visión de Málaga desvaída y neutra, como aguada de tantos grises, fantasmagórica y lejanísima.  Llegué y cerré mi portón. Miré cómo crecen las vides, llenándose de volantes verdes; cómo florece el rosalillo de mi Cristi, cómo se esparcen las fresias por el suelo... Sin embargo estaba más triste que mi maceta de pensamientos. Para colmo de desconsuelo, a  mi nieto no lo he visto, ni a mi hijo, ni a mi nuera, hemos hablado por teléfono. Se lo han tomado con resignación, como yo. Tampoco he visto a mi amigo Antonio Arjona, con quien padezco.  Sé que soy de riesgo, y no por mí que soy vulnerable y receptiva a todo lo que afecta al sistema respiratorio, sino por lo que que pueda afectar a los demás, por eso no me moveré de aquí, de este lugar desde donde puedo ver el mundo pero el mundo no me ve. Si acaso, me lee.

Con los mejores deseos de mi corazón para todos, Mariví Verdú

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