Esta mañana, serían las nueve, se fue la luz en estos altos de Pinos.
Tenía a punto de acabar un escrito que, a modo de confesión, hacía
balance del día de ayer. Se ha perdido. De momento me ha indignado pero
no vale la pena gastar energía por tan poca cosa. Espero que la memoria me deje
volver a enjaretar una nueva versión del relato, al fin y al cabo son
mis sentimientos y esos siguen en su sitio. El caos y la incertidumbre
que ha creado este extraño virus que amenaza con arruinar nuestra forma
de vida hace que no tenga ánimos para nada pero la mala leche que me da
la impotencia también hace milagros, así que empezaré por lo inmedito y
reconstruiré el texto aunque solo sea por amor propio.
Ni
los sábados ni los domingos suena el despertador. La verdad es que me
daría igual que no sonara el resto de la semana porque no necesito que
me despierte nadie. Soy madrugadora, tenga o no tenga algo que hacer.
Tengo una obligación con la mañana, una necesidad imperiosa de ver cómo
amanece. Ningún día es igual, se ve que atravesamos partes del universo
que unas veces nos son propicias y otras no. Eso, para quien se ha
perdido muy pocas auroras, se ve claro. A veces he esperado con ansia la
llegada del alba, otras ha llegado sin haber cerrado los ojos -lo que
se dice pasar la noche in albis-, pero, sea de la manera que me haya
pillado la luz, siempre he dado las gracias por su presencia.
Anoche,
cuando desconecté las dos alarmas del móvil, una a las siete y la otra a
las ocho (una para dejar la cama si no lo hubiera hecho aún y la otra
para ponerme en marcha, de camino a la otra parte del pueblo, a lo que
ha sido mi honorable quehacer de éste último año) me sentí muy triste.
Ayer, por culpa de algo que no se ve, con lo que no puedo pelearme y de
lo que no puedo defenderme, me despedí de una de las más gratas tareas
que he tenido en mi vida: cuidar de Emma. Ella es mi sobrina-nieta, una
niña preciosa a la que he atendido desde el doce de marzo de 2019 hasta
el día de ayer en el que me retiré de ella con la tristeza de quien se
separa de alguien muy querido y con la terrible sensación de marcharme a
un destino incierto, a un penoso aislamiento, a un lazzaretto.
Ayer,
mientras Emma dormía su siesta, cuando mi sobrino cerró su puerta y nos
despedimos en el pasillo del ascensor, tuve un parón total de
sentimientos, un vacío, un no saber si subía o bajaba, si caía o me
elevaba...noqueada, no podía pensar. Al abrir la puerta del portal y
encontrarme con el aire fresco que corría por la calle fue cuando me di
cuenta realmente de lo que estaba pasando. Cogí mi coche, metí la llave
de contacto y lo arranqué. No sabía adónde ir pero decidí de pronto
tirar para la ciudad. Y me fui a Málaga a recoger mis gafas nuevas del
cerca, las de coser. Las necesitaré para zurcir mi herida, ese profundo
desgarro que no acaba de cerrarse nunca,que rompe por la cicatriz con un
intervalo que cada día va siendo más corto.
Me dirigí
al centro comercial con la más cruda sensación de soledad. Había gente.
Pensé en comprar algunos embutidos de los que me gustan como si fuera
para la última comida del condenado. Puedo recordar que el número de
orden que lucía en la pantalla era el 22 y yo acababa de arrancar el 33.
Había que empezar a administrar la paciencia. Tomé una dosis. La
charcutera estaba al límite de sus fuerzas pero mantenía una sonrisa
dignísima, cosa que me dio pié para hablar con ella y desahogarnos
superficial y mutamente. Un chico, con acento sudamericano, pidió jamón
serrano y me atreví a decirle que lo podía congelar... Una señora me
habló de la paranoia que estamos viviendo, otra me preguntó que si le
daba tiempo de ir a por pan y le dije que sí. Volvió sin él. Ya no
había. Puedo recordar las caras de estas cuatro personas que eran
humanas. Las otras eran raras, alienígenas, o tal vez tan parecidas a mi
miedo que no quería verlas. Todos nos despedimos. Compré también alguna
fruta. La chica de la caja fue muy amable. Me validó el tiquet y me
pasó los puntos dándome un puñado de papeles y de ofertas que cogí de un
puñado. Le dije que todo fuera leve y me fui.
Me
encaminé para Alhaurín con la intención de encerrarme en este garitón
que hoy ha amanecido bajo un cielo de témpera, casi opaco, con una
visión de Málaga desvaída y neutra, como aguada de tantos grises,
fantasmagórica y lejanísima. Llegué y cerré mi portón. Miré cómo crecen
las vides, llenándose de volantes verdes; cómo florece el rosalillo de
mi Cristi, cómo se esparcen las fresias por el suelo... Sin embargo
estaba más triste que mi maceta de pensamientos. Para colmo de
desconsuelo, a mi nieto no lo he visto, ni a mi hijo, ni a mi nuera,
hemos hablado por teléfono. Se lo han tomado con resignación, como yo.
Tampoco he visto a mi amigo Antonio Arjona, con quien padezco. Sé que
soy de riesgo, y no por mí que soy vulnerable y receptiva a todo lo que
afecta al sistema respiratorio, sino por lo que que pueda afectar a los
demás, por eso no me moveré de aquí, de este lugar desde donde puedo ver
el mundo pero el mundo no me ve. Si acaso, me lee.
Con los mejores deseos de mi corazón para todos, Mariví Verdú
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