miércoles, 29 de abril de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS O METAMORFOSIS DEL SILENCIO, por Mariví Verdú

La nueva tarea que me impongo hasta que llegue la vacuna contra la mala leche, es verter poco a poco en mis blogs los trabajos que esperaban salir a la luz en papel impreso, algo que, aunque para muchos resulte tan romántica la idea de libro y sea tanto el placer de su tacto, no es más que un convencionalismo que empieza a estar pasado de moda. Mientras se siga haciendo con papel y arrasando el Amazonas, ya no me parece tan romántica la idea. Lo hago también por mi nieto Daniel, por el orgullo que siente de su abuela y que me ha sido confesado por alguien muy cercano a quien no traicionaré divugándolo. Además, no es nada despreciable llegar a tantísimas personas como las que se alcanza con este medio. Al fin y al cabo, el que escribe lo hace esperando que alguien lo lea y que el pulso que tuvo mientras escribía logre contagiárselo algún día a su lector poniendo en movimiento su corazón, su cabeza y  veces hasta sus manos para tomar ideas, consuelo o alas. Ya ni decir si es capaz de memorizar alguna frase en su integridad... eso, aunque no se pueda saber con seguridad, es el culmen de un escritor. Yo lo he vivido en pocas ocasiones. Recuerdo una de ellas, en una excursión a Granada, a la casa de Federico García Lorca. Ocurrió en el autobús mientras hablaba con la compañera que me tocó de asiento: me contó prácticamente entero y parafraseado un fragmento de mi novela mientras me confesaba que había sido toda una experiencia su lectura. Estuve por no decirle nada pero fue tan grandísima la satisfacción personal que no me lo pude callar. Se quedó un poco atónita porque los humanos tendemos a idealizar al que nos hace mella en la cabeza como un ser que, a pesar de su cercanía, es inalcanzable. No de andar por casa, como soy yo. De todas formas, con lo quese escribe no solo se disfruta, se sufre y se duda porque la responsabilidad es igualmente grande. Peero la emoción que sentí fue algo indescriptible. Dejar tu idea fijada en otra cabeza, recordada, memorizada... es como estar viva en otro sitio, en otra dimensión. 

Ya que no podré dejar de escribir mientras esté viva y de la escritura no iba a poder comer nunca -materialmente hablando-, veo una idiotez morirme con cosas en el cajón o en la frágil memoria de un ordenador. Es, cuanto menos, una obligación moral la que tengo con mis lectores a la par que un derecho de mi libertad como creadora. Por más que signifique un libro para cualquier escritor, algo así como la culminación de su obra -placer ególatra o masturbación espiritual- y para cualquier lector empedernido -tener a la mano el volúmen que dice lo que dijo aquel otro- y tanto sitio tiene para sus anaqueles, la verdad es que voy a escoger este soporte por convencimiento de que es el futuro. Y para devolver mis palabras al aire que es de donde vienen y adonde van las palabras. 

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS O METAMORFOSIS DEL SILENCIO
1ª parte

La primera luz del Sol la vi en Gondwana. No sabría decir el momento exacto de aquel milagro porque mi tiempo no se mide con la métrica del hombre, ni siquiera con el reloj del viejo olivo o del helecho, solo sé que nací cuando, detrás de un fuerte cataclismo que me sacó del hirviente útero de mi madre Tierra, mi padre, Agua, lavó mi cara y me dejó, como los humanos dejan a sus recién nacidos, limpios y en su cuna. Como yo, así quedamos cientos y cientos de nosotros, miles de millones de hermanos, cada cual en diferentes sitios del planeta. Vinimos a dar fe de la creación, testimonio de ese prodigio que llamamos vida, instaurando un nuevo orden terrenal, el mismo que conocéis los hombres. Todo comenzaba a tomar forma: cumbres y valles, montañas y ríos, cordilleras y precipicios... se creaban simas y abismos en un inmenso latir que nos llevó, desde el sur, hasta los más recónditos lugares del orbe, lugares en los que somos el más viejo vestigio del cosmos y de la nada.

    Desde las más altas cimas hasta las costas, mi madre fue dejando su linaje de piedra, cada cual con el color y la textura del trozo de ella misma que le iba tocando derramar: cuanto más cerca de su corazón, gemas y cristales, cuanto más de sus pies, basalto y granito; cuando provenían de sus manos, mármoles y pizarra; cuando nacían de sus ojos, areniscas y piedras calizas, fósiles todas de sus lágrimas, y así cada uno de mis hermanos somos  la prueba de que la Tierra, siendo una, es tan diversa como la huella que hemos dejado sus hijos, sus más antiguos y callados habitantes.

    Mis tatarabuelos venían de Vaalbará y Ur, mis abuelos de Kenorland y Columbia y mis padres habían nacido en Rodinia los dos. Yo nací de la boca muda de mi madre, vine directamente desde su lengua, soy su saliva fosilizada, la metamorfosis del silencio, de estruendo desgarrado y violento hacia el eco sonoro de la vida. Me gustaría hablar pero me contento con inspirar respeto a cualquiera que se fije en mí, que me mire con ternura y me enternecen los que me miran con piedad. Con varios seres humanos he llegado a sentir confianza y cariño. Hay alguno a quien dicto los nombres que le damos a las cosas, revelo los sentimientos que albergamos y confío la finalidad de nuestra existencia.  Son pocos los elegidos  pero me siento halagada con que haya siempre alguien dispuesto a traducir mi pétrea locura. Vine con  el estigma de la inmovilidad, expuesta al sol y a la lluvia, al viento y a las noches de tormenta, sin embargo poseo el don de la paz y una dosis desmedida de paciencia a lo que he de añadir la gracia colorida y sabia que me otorgan los líquenes, un montón de parejas de algas y hongos que se entienden y ayudan mutuamente formando un tierno vestido sobre mi lomo en sombra, calentando con su verde espuma mi espalda y aliviando la umbría. Dicen que ellos son como un viejo cronómetro que permite a los hombres leer nuestra historia, datar el paso de nuestro tiempo, conocer las condiciones de nuestras vidas... ¿pueden saber acaso los altibajos que ha experimentado mi corazón de piedra, mis desencantos? ¿pueden ver mi alma?  Sin embargo, nadie puede imaginar que yo les veo, que les quiero, que sufro con sus penas y desengaños, que me entristezco cuando no valoran el prodigio de estar vivos y, sobre todo, cuando desprecian a mi madre, que es la suya.

(...) Continuará.

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