miércoles, 8 de abril de 2020

LA CUARENTENA, por Mariví Verdú

 Ayer salí de mi encierro. Desde el día 13 de marzo solo he salido dos veces, la primera, el día 18 a la farmacia y ayer a comprar comida porque ya escaseaba todo en mi alacena. Me fui antes de las cuatro, pensando que estaría la mayoría echándose la siesta. Qué equivocada estaba: la farmacia, llena, tuve que esperar cola de cinco y con otros tantos que llegaron mientras tanto. Mi médico me había llamado por la mañana y me recetó un colirio para mis ojos y las pastillas de la alergia que las tendré hasta agosto. La otra parada, en el centro de Alhaurín de la Torre, en un supermercado. Parecía la puerta de San Pablo cualquier lunes santo. No me lo podía creer. No había ya pollo, ni harina, ni verduras... El fin del mundo, como dice mi hijo. Destacar la amabilidad de la chica del pescado, no digo el porqué por respeto a su confidencia pero me hizo un grandísimo favor. Decidida a hacer una nueva parada por si encontraba verduras y fruta fresca, ya de regreso a mi casa, vuelvo a parar en otro supermercado. Aquí ya era una manifestación. Hice cola en la puerta porque entrábamos de uno en uno pero dentro era imposible guardar el metro de distancia. Así que yo lo procuraba pero con la sensación de andar entre zombies y locos. Había verdura y fruta, y había carne y embutidos, por lo que acabé mi compra y salí echando leches para mi coche. Aún me quedaba una parada para comprar el butano en la gasolinera. Allí otra cola, esta vez de fumadores y para echar gasolina, cosa que tenía que hacer el propio consumidor, como yo con la bombona. Miré entonces el reloj del coche y eran las seis y treinta y ocho minutos...

Mi pobre Arosa es el coche más bueno que hay encima de la tierra. Mi querido tío Gabriel, hermano de mi madre, tenía un Seat (podría ser un 1430) al que le llamaba El Magallanes, por aquello de la capacidad. Parecía de chicle. Eran tiempos en los que nadie contaba las personas que iban dentro ni había la obligatoriedad del cinturón y cabíamos todos, podía con todos sin que se le resistiera una cuesta ni nadie se quejara dentro aunque llevara a otro en sus rodillas. Pues yo también he bautizado al mío como “El Magallanes II”,  por lo que cunde. La capacidad de mi coche es ilimitada a la hora de meterle carga, pobrecillo. Y una vez subidas las cuestas hacia mi casa, dando gracias durante todo el trayecto por haber acabado la pesadilla, empecé a descargar en orden inverso y empezando por la bombona de butano. Había dejado en mi arcada dos bayetas y un cubo con agua y lejía en la proporción que me pareció, una bata y unas zapatillas. Me desvestí allí mismo y dejé los zapatos fuera, me quité la mascarilla y los guantes y entré a lavarme la cara y las manos con jabón. Y me entretuve en limpiar cosa por cosa intentando desinfectar todo lo que compré. Y a congelar y organizar hasta que lo guardé todo. Y me fui directa a la ducha. Quedé tan arrengaíta que no podía con mi alma. Me bebí una taza de gazpacho de remolacha y un platito de pollo al limón y me tiré como un charrán. No tenía ganas de tele ni de nada. Busqué un libro.

Quería hacerlo al azar pero la mano se me fue para un libro de bolsillo que contenía a Garcilaso. Estuve leyendo sobre su vida, murió con la edad de Cristo, con la de mi hijo Fernando. Nació en Toledo a primeros de 1500, entre los años 1 y 3. Gracias a él y a su amigo Boscán conocimos en España el verso endecasílabo y el soneto. Era inteligente y guapo y sirvió a Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, (1500-1558).  Descendiente del Marqués de Santillana y de Fernán Pérez del Pulgar, Garcilaso de la Vega no tuvo tiempo y, aún así, nos legó una obra tan escasa como importante. Era conocedor de varios idiomas, tocaba algunos instrumentos musicales y era un excelente espadachín. Y, entre versos, apareció el mago de los sueños para soplar pica pica en mis ojos y paz en el corazón...

Contigo, mano a mano
busquemos otros prados y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos,
donde descanse, y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte.


Desde el Garitón, bajo la luna llena, Mariví Verdú

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