sábado, 18 de abril de 2020

HABLANDO CON LAS FLORES, por Mariví Verdú

Esta mañana se ha levantado triste el día. No sé qué tienen estos últimos amaneceres grises que me ponen el ánimo del mismo color. Debería de estar contenta por poder respirar un aire tan limpio como no recuerdo en décadas, por la vuelta de una primavera de rebeca y rociá y porque nos ha sido devuelto el mes de abril con su lluvia caladera y sus perfúmenes antiguos. Debería estar agradecida por la renovación de la atmósfera, por apreciar con mis ojos y mis pulmones cómo ha bajado la contaminación que la hacía espesa, opaca y enfermiza. Debería bastarme con todo lo que siento y disfrutar además de este silencio que me rodea y que tanto necesito. Tendría que estar contenta pero no lo estoy. Todo lo que nos ha venido bien por un lado ha sido a cambio de sufrir esta pandemia que asola medio mundo. Si, hemos tenido que pagar un alto precio, muchos  con su propia vida, la mayoría a cambio del confinamiento por miedo a ser contagiado  , los menos por miedo a contagiar- cuando debería de haber venido por el convencimiento de que estábamos matando a nuestro planeta en vez de cuidarlo como lo que es: el único lugar que tenemos para vivir. 

Y si cierto es que me alegro de los beneficios que ha traído ésta obligada reclusión, es más cierto aún que me come la tristeza. La imposibilidad de opción a una presencia, recibir una visita o hacerla -aunque fuera una entrada por salida y con las precauciones- o poder caminar una hora por el trecho que más nos guste o mejor nos convenga es muy duro de entender pero estar condenada a no escuchar siquiera una voz, ni pronunciar la palabra más cotidiana, un hola, un gracias, o al saludo más simple deseando los buenos días está empezando a hacer mella en mi corazón. Nunca me había pesado tanto estar sola. Es cierto que tenemos medios digitales para vernos y aparatos telefónicos para oírnos, pero nada suple al abrazo y al beso, a mirar los ojos frente a frente y disfrutar del calor de la presencia querida. Nunca me gustaron demasiado los móviles y ahora es el único vínculo que tengo con los míos.  En directo solo hablo con mi gata o con los perros del vecino, cosa que no deja de ser un sinsentido. Hablar con las flores es ya para tenerlo en cuenta y pedir cita con algún psicólogo. Y no voy a achacarle a la pandemia culpas que no tiene, ésta especie de locura la trae, con toda seguridad, la soledad. Agravada seguramente por el momento que vivimos pero crónica desde hace más de diez años.

Ayer, con la mejor intención, sin duda, me recomendó una amiga que cantara y me acordé de aquel refrán que mi madre decía: cuando el españolito canta, o le han dao por culo o poco le falta. Y no canté. Me fui con la chapulina, un pico y una espuerta que aquí siempre hay un rincón donde liarse a dar cavás y arrancar malas yerbas o sembrar nuevas que las dos cosas son igualmente necesarias. Sí, me fui a desalojar todo la mala leche que al me corría por el cuerpo. La memoria de Manuel Alcántara merecía el primer escrito que hice y que murió sin poder evitarlo. Las primeras palabras que nacieron en su honor tenían la frescura de las primeras rosas de la temporada, de las violetas que acaban de recibir la lluvia, de las margaritas salvajes, esas que tanto le gustaban a Manolo.

Entre el mosqueo y los problemas personales que no cuento a nadie pero que tengo como los tiene hoy el más pintado, me fui a desenterrar la tarde, a enterrar mi ira y  a transformarla en algo positivo. Me traje rosas. Y una varita dulce de chilindros.

Por eso escribo hoy. Solo por eso. Porque tengo la conformidad de las flores, la misma sangre de las buganvillas, hermana de la que está cuajando mis granadas...


Desde El Garitón, deseando encontrarme con mi familia, deseando ver a un amigo y poderle dar la mano, deseando que a alguien quiera y pueda venir a a verme, Mariví Verdú

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