Después de templar dos dedos de leche para mi gata, como hago cada día
desde que vive conmigo, preparo una infusión de manzanilla con miel y
medio limón para mí. Como cada mañana de este confinamiento que dura ya
veinticuatro noches, después de un cariñoso y efusivo saludo a Missi que
viene a mi encuentro por el pasillo, me como las palabras. Algunas
mañanas, madrugadas mejor dicho, y poquísimas veces está tan dormida que
no se inmuta y voy a verla a su camita. En ocasiones abre un ojo y
sigue durmiendo, pasa solo los días que son las tres o las cuatro y hace
mucho frío, el resto del tiempo siente el pomo de mi puerta y se
levanta inmediatamente viniendo hacia mí y haciéndome una especie de
reverencia en la que estira sus dos patitas delanteras y abre la boca
con un cariñoso bostezo para luego tirarse a mis pies mientras me acerco
al retrete. Cualquier día me caigo encima de ella. Mientras orino, se
tumba medio enroscada y busca mis pies con su cabeza como señal de
cariño y cercanía. Y yo le digo los piropos de siempre... No sé si la
sobreviviré pero si fuera así es el último animal de compañía que
tendré. Se quieren mucho a los animales, siempre tuve alguno: Perry,
Mini, La Loba, Linda, mi pajarillo y Missi, pero a mi edad ya se va
despegando una de las cosas del mundo y se intentan evitar los
sufrimientos. Se tiene bastante con los sentimientos de toda una vida y
no se quieren más, mucho menos asumir responsabilidades que no se tiene
demasiado claro que se puedan llevar a cabo.
Hoy es lunes santo. Ayer me mandaron palmas y ramitas de olivo los
amigos católicos. Entre ellos, mi querida prima Nina. Mi adorable prima
Nina, una joven octogenaria con más vitalidad y alegría que un manantial
de agua clara, cantarina, fuente risueña y fresca... Sí, ayer fue
domingo de ramos, inicio de la semana santa. Una semana que siempre me
causó un respeto imponente, no en vano tuve una educación religiosa
cristiana en su versión católica, apostólica y romana que ni los más
profundos y libres pensamientos podrán borrarle el rastro. No me dieron a
escoger, si lo hubieran hecho tal vez hubiese formado parte de un país
aconfesional y no me sentiría apóstata y, más que ser atea, sería
agnóstica. Hace tiempo me hubiera perdido buscando algún dios a quien
echarle la culpa de nuestro desastre pero hoy sé que no, que no, que
no... que no hay nadie a quien culpar ni la salvación viene de fuera.
Los pecados no te los quitan de la conciencia por muchas avemarías y
padrenuestros que te manden rezar. Que no solo se salvan los absueltos
porque la salvación es cosa individual. Nuestro propio perdón y nuestra
propia escalera hacia la perfección es cosa íntima. El cielo prometido
es azul y diario hasta que pasa a ser silencio. Entre el cielo y el
silencio estamos solos con nosotros mismos y arrastramos con nuestra
vida en continua penitencia -yo lo llamaría aprendizaje- hasta donde
podamos ir con ella. Cada cual lo hace a su manera, buscando objetivos,
dejándose llevar, alcanzando metas: aplicando su propia escala de
valores. Esta semana santa es tan atípica, tan silenciosa e íntima que,
de nos ser por las circunstancias que la rodean, podríamos estar en los
mejores ejercicios espirituales que haya tenido la colectividad humana
en toda su existencia.
Bueno está. Desnuda e indefensa, cautiva y desarmada me presento ante
todos dispuesta a ser crucificada por mis declaraciones. Ser sincera
lleva implícito que te quieran o que puedan apedrearte. Hay mucha gente
que no comulga conmigo, que les parecerán condenables mis palabras. No
decirlas o decir lo que no quiero sería ser una hipócrita, una farisea
para con todos vosotros. Por eso, y porque tengo buenísimos amigos que
viven con pasión estos días, para todos los que esperan la visión de
Jesús Cautivo, quiero recordar los versos que le escribí antes de mi
propia pasión. Lo hago porque sé que a muchos de vosotros les importa. Y
porque no puedo negar mi vida.

No hay comentarios:
Publicar un comentario